viernes, diciembre 07, 2007

evolución orgánica y progreso cultural por gordon childe

original en ciencia popular

GORDON CHILDE. LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN

Evolución Orgánica y Progreso Cultural

Hemos sugerido que la prehistoria es una continuación de la historia natural, y que existe una analogía entre la evolución orgánica y el progreso de la cultura. La historia universal indaga la aparición de nuevas especies, cada vez mejor adaptadas para sobrevivir, más aptas para conseguir alimento y abrigo, y para mulltiplicarse. La historia humana muestra al hombre creando nuevas industrias y nuevas economías que han promovido el incremento de su especie y, con esto, ha vindicado el mejoramiento de su aptitud.

El carnero montaraz es apto para sobrevivir en el clima frío de la montaña, por su grueso abrigo de pelo y lana. El hombre puede adaptarse a vivir en el mismo medio ambiente, fabricándose abrigos de piel o de lana de carnero. Con sus patas y su hocico, los conejos pueden excavarse madrigueras, procurándose abrigo contra el frío y contra sus enemigos. Con picos y palas, el hombre puede construirse refugios semejantes y aun mejores, empleando tabiques, piedra y madera. Los leones tienen garras y dientes, los cuales les aseguran la comida que necesitan. El hombre hace flechas y lanzas, para matar animales de caza. Un instinto innato, una adaptación heredada de su sistema nervioso rudimentario, permite, hasta a la más humilde medusa, apoderarse de su presa cuando ésta se encuentra realmente a su alcance. El hombre aprende métodos más eficaces y más diferenciados para obtener su alimento, a través de las enseñanzas y del ejemplo de sus mayores.

En la historia humana, los vestidos, herramientas, armas y tradiciones, toman el lugar de las pieles, garras, colmillos e instintos, para la búsqueda de alimento y abrigo. Las costumbres y prohibiciones, condensando siglos de experiencia acumulada y transmitida por la tradición social, ocupan el lugar de los instintos heredados, facilitando la supervivencia de nuestra especie.
Se trata, ciertamente, de una analogía. Pero es esencial no perder de vista las importantes diferencias que existen entre el proceso histórico y la evolución orgánica, entre la cultura humana y el apresto corpóreo del animal, entre la herencia social y la herencia biológica. El lenguaje figurado, que se basa en la admisión de analogías, expone al incauto a llegar a conclusiones erróneas. Así, por ejemplo, podemos leer: "En la época jurásica, la lucha por la vida debe de haber sido muy rigurosa... el Triceratops tenía cubierta su cabeza y su pescuezo con una especie de casquete óseo, con dos cuernos sobre los ojos". El pasaje sugiere esas cosas que se ven en tiempo de guerra. Entre 1915 y 1918, cuando los beligerantes se encontraron amenazados desde el aire, inventaron los cascos blindados, los cañones antiaéreos, los refugios contra bombardeos y otros artificios protectores. Ahora que, este proceso de invención no es, en modo alguno, semejante a la evolución del Triceratops, tal como la conciben los biólogos. Su casquete óseo formaba parte de su cuerpo; lo había heredado de sus antecesores; y se había ido desarrollando en forma muy lenta, como resultado de pequeñas modificaciones espontáneas en la envoltura corpórea de los reptiles, acumuladas durante centenares de generaciones. La razón de que el Triceratops sobreviviera no se encuentra en su voluntad, sino en el hecho de que sus antecesores provistos de tal apresto corpóreo, en su forma rudimentaria, obtuvieron mejores resultados en la adquisición de alimentos y pudieron eludir mejor los peligros, que aquellos que carecían de él. Los aprestos y las defensas del hombre son externos a su cuerpo, pudiendo ponérselos o introducirse en ellos a voluntad. Su empleo no es heredado, sino aprendido, más bien con lentitud, del grupo social al cual pertenece cada individuo. La herencia social del hombre es una tradición que él empieza a adquirir sólo después de que ha surgido del seno de su madre. Las modificaciones a la cultura y a la tradición pueden ser iniciadas, controladas o retardadas por la opción consciente y deliberada de sus autores y ejecutores humanos. La invención no es una mutación accidental del plasma germinativo, sino una nueva síntesis de la experiencia acumulada, de la cual es heredero el inventor únicamente por la tradición. Es bueno esclarecer, tanto como sea posible, las diferencias que subsisten entre los procesos que venimos comparando.

No es necesario describir en sus detalles el mecanismo de la evolución, tal como lo conciben los biólogos. Por otra parte, ya ha sido esbozado por los expertos, en libros accesibles y legibles. El punto de vista más generalizado parece ser, en breves palabras, el que sigue a continuación. Se supone que la evolución de nuevas formas de vida y de nuevas especies de animales es el resultado de la acumulación de cambios hereditarios en el plasma germinativo. (La naturaleza exacta de estos cambios es algo que se encuentra tan obscuro para los científicos, como pueden serlo las palabras plasma germinativo para el lector ordinario). Tales cambios, en tanto faciliten la vida y la reproducción de la criatura, estarán fundados en lo que se llama la "selección natural". Las criaturas que no resultan afectadas por los cambios en cuestión, sencillamente mueren o quedan confinadas en algún rincón, dejando a las nuevas especies en posesión del campo. Un ejemplo concreto, y parcialmente ficticio, ilustrará su significado mejor que varias páginas más de términos abstractos.

Hace aproximadamente medio millón de años, Europa y Asia fueron azotadas por períodos de intenso frío -las llamadas Edades de Hielo- que duraron millares de años. En ese tiempo existían varias especies de elefantes, antecesores de los modernos elefantes africanos e hindúes. Al sufrir los rigores de la Edad de Hielo, en algunos elefantes se desarrolló un abrigo de pelos lanudos convirtiéndose por último en lo que llamamos mamuts. Esto no significa que un elefante ordinario se hubiera dicho un buen día: "siento un frío terrible, me pondré un abrigo de lana", ni tampoco que le hubieran brotado misteriosamente pelos para cubrirse, a fuerza de desearlo continuamente. Lo que se supone que ocurrió, sería más bien esto:

El plasma germinativo está expuesto a cambios, y cambia constantemente. Entre los elefantes nacidos sin pelo, y en la medida en que la Edad de Hielo se fue haciendo más rigurosa y como resultado de ciertos cambios en el plasma germinativo, empezaron a nacer algunos con la tendencia a tener la piel velluda y que, cuando crecieron, se volvieron realmente peludos. En las latitudes frías, los elefantes peludos prosperaron más que los del tipo común y engendraron familias mayores, también provistas de pelo. Por lo tanto, aumentaron a costa de los otros. A más de esto, en algunos de sus descendientes, el plasma germinativo pudo sufrir cambios misteriosos análogos a los anteriores, de tal modo que se hicieran aun más peludos que sus antecesores y que sus contemporáneos. Los cuales, a su vez, siendo los más aptos para soportar el frío, prosperaron mejor y se multiplicaron aun más que los otros. De esta manera, después de muchas generaciones se debe de haber formado una raza de elefantes peludos, o mamuts., como resultado de la acumulación de las variaciones hereditarias sucesivas que hemos descrito. Y únicamente esta raza fue capaz de resistir las condiciones glaciales de las regiones septentrionales de Europa y Asia. Así adquirió el mamut su abrigo de lana permanente, como resultado de un proceso que abarcó muchas generaciones y millares de años, porque los elefantes de todas las especies se reproducen lentamente.

Durante las Edades de Hielo, ya existían varias especies de hombres, contemporáneos del mamut; ellos cazaron estas bestias y dibujaron sus imágenes en las cavernas. Pero no heredaron abrigos de pieles, ni desarrollaron cosa alguna semejante para hacer frente a la crisis; algunos de los pobladores humanos de Europa, durante la Edad de Hielo, pasarían actualmente inadvertidos dentro de una muchedumbre. En lugar de someterse a los lentos cambios físicos que acabaron por hacer capaces a los mamuts de resistir el frío, nuestros ancestros descubrieron la manera de controlar el fuego y el modo de hacerse abrigos de pieles. Así fueron capaces de enfrentarse al frío con tan buenos resultados como los mamuts. (Aquí hay una ilustración que dice: Fig. 3 Mamut grabado por un artista contemporáneo suyo en una cueva de Francia.)

Desde luego, mientras las crías de mamut nacían con la tendencia a tener un abrigo de pelo, y éste crecía ineludiblemente al mismo tiempo que la cría, las crías del hombre no nacían ya afectas al fuego o a la hechura de abrigos. Los mamuts transmitían sus abrigos a su progenie, por herencia. Cada generación de hombres, en cambio, tenía que aprender por entero el arte de mantener el fuego, lo mismo que el de hacer abrigos, desde sus rudimentos mismos. El arte era transmitido de padres a hijos sólo por medio de la enseñanza y del ejemplo. Se trataba de una "característica adquirida"; y, de acuerdo con los zoólogos, las características adquiridas no son hereditarias. Un niño, por sí solo, el día de su nacimiento es tan afecto al fuego como lo era el hombre hace medio millón de años, cuando comenzó a alimentar las llamas, en vez de huir de ellas como lo hacían las otras bestias.

El relato anterior puede ser expuesto en términos técnicos, como sigue: algunos miembros del género Elephas se adaptaron al medio ambiente de las Edades de Hielo, y evolucionaron a la especie Elephas primigenios. La especie Homo sapiens fue capaz de sobrevivir en el mismo medio ambiente, mejorando su cultura material. Tanto la evolución como el cambio cultural, pueden ser considerados como adaptaciones al medio ambiente. Desde luego, el medio ambiente significa el conjunto de la situación en la cual tiene que vivir una criatura: no abarca únicamente del clima (calor, frío, humedad, vientos) y las características fisiográficas, como las montañas, mares, ríos y pantanos, sino también factores tales como la provisión de alimentos, enemigos animales y, en el caso del hombre, aun las tradiciones, costumbres y leyes sociales, la posición económica y las creencias religiosas.

Tanto el hombre como el mamut se adaptaron con éxito al medio ambiente de las Edades de Hielo. Ambos florecieron y se multiplicaron en esas condiciones climáticas peculiares. No obstante, su historia diverge al final. La última Edad de Hielo pasó y, con ella, se extinguió al mamut. El hombre ha sobrevivido. El mamut se había adaptado demasiado bien a su conjunto de condiciones en particular, estaba especializado en exceso. Cuando, con la aparición de condiciones más benignas, los bosques cubrieron las extensas tundras en las cuales había vagado el mamut, y la vegetación templada substituyó a la desmedrada vegetación ártica por la cual ramoneaba el mamut, entonces la bestia se encontró desvalida. Todos los caracteres corpóreos que lo habían capacitado para prosperar en las Edades de Hielo -el abrigo de pelo, el aparato digestivo adoptado para alimentarse con musgo y sauces enanos, las pezuñas y la trompa constituidas para hozar en la nieve-, se convirtieron en otras tantas desventajas, dentro de los climas templados. El hombre, por su parte, se encontraba en libertad de abandonar su abrigo, si sentía demasiado calor, de inventar otras herramientas y de optar por la carne de vaca, en lugar de la de mamut.

El párrafo anterior nos conduce a extraer una lección que ya habíamos apuntado. A la larga, la adaptación exclusiva a un medio ambiente peculiar no resulta provechosa. Ella impone restricciones rigurosas y, en último término, tal vez fatales, a las posibilidades de vivir y de multiplicarse. Dentro de una perspectiva amplia, lo que es ventajoso es la capacidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes. Tal adaptabilidad obliga al desarrollo de un sistema nervioso y, por último, de un cerebro.

Hasta el organismo más elemental está provisto de un sistema nervioso rudimentario, el cual le permite ejecutar uno o dos movimientos simples, como respuesta a los cambios ocurridos en el mundo que le rodea. El cambio exterior excita o estimula lo que sirve a la criatura como "órgano sensorial" y este estímulo impulsa ciertos movimientos o cambios determinados en el cuerpo de la criatura. La proximidad de un ave depredatoria -o de cualquier otro objeto- cuando alcanza el órgano sensorial de una ostra, estimula su nervio de tal manera que produce una contracción de los músculos que cierran su concha. El sistema nervioso de la ostra le suministra una especie de recurso automático para su propia protección; pero carece de capacidad para hacer variar el movimiento de acuerdo con las diferencias en los cambios externos que lo suscitan. El sistema nervioso se encuentra adaptado para ejecutar una clase de movimientos musculares, en todas las ocasiones en que un objeto externo cualquier afecte sus extremidades sensoriales. Todas las respuestas automáticas, para cuya ejecución se encuentra adaptado un organismo ante cualquier cambio que ocurre en su medio ambiente, pueden ser llamadas instintos(1). Desde luego, éstos son hereditarios, exactamente en la misma manera en que lo es la forma física de la criatura. Constituyen consecuencias necesarias e inevitables de la estructura de su sistema nervioso, el cual forma parte de su mecanismo corpóreo.

Mientras más nos elevamos en la escala evolutiva, encontraremos que se hace más complicado el sistema nervioso. Los órganos se habilitan y especializan para descubrir diferentes clases de cambios en el medio ambiente -presiones ejercidas sobre el cuerpo de la criatura, vibraciones en el aire, rayos de luz, y otros movimientos-. Así surgen los sentidos diversificados del tacto, del oído, de la vista, y el resto de órganos corpóreos apropiados para conectarlos con el cuerpo mismo. Al propio tiempo, se incrementa el número y la variedad de los movimientos que la criatura puede realizar, por el desarrollo y la especialización de los nervios motores que controlan músculos o conjuntos de músculos. En los organismos superiores, se desenvuelve un mecanismo que conecta, con creciente finura, los nervios sensoriales, afectados por los cambios ocurridos en el medio ambiente, y los nervios motores que controlan los movimientos de los músculos.

El resultado de tal desenvolvimiento es el de hacer capaz a la criatura de variar sus movimientos, su "conducta", de acuerdo con las pequeñas variaciones ocurridas en los cambios exteriores que afectan a sus nervios. Entonces puede adaptar sus reacciones. La mayor parte de este mecanismo de adaptación se encuentra localizado en el cerebro. Los organismos inferiores tienen meros nodos o nudos, en donde se reúnen los diferentes nervios sensoriales y motores. A partir de estos rudimentos se inicia el desarrollo de un cerebro, ascendiendo en la escala evolutiva. Crece y se desarrolla una trama compleja de líneas que conectan los diversos nervios sensoriales y transmiten los impulsos que los afectan a los nervios motores apropiados. De esta manera, las sensaciones, que en un principio pueden haber sido simplemente impresiones efímeras, llegan a conectarse permanentemente entre sí y con algunos movimientos, y por tanto, pueden ser "recordadas".

Finalmente, en vez de un par de movimientos muy simples, ejecutados sin discriminación ante cualquier cambio ocurrido en el medio que lo rodea, el mamífero puede dar respuestas diferentes, apropiadas a una amplia variedad de objetos y condiciones exteriores que lo afecten. Así, es capaz de enfrentarse con éxito a una mayor diversidad de circunstancias. Puede obtener su alimento con más regularidad y seguridad, esquivar a sus enemigos con mejores resultados y propagar su especie de manera más económica. El desenvolvimiento de un sistema nervioso y de un cerebro hace que la vida sea posible en condiciones más variadas. Y, como tales condiciones están cambiando constantemente, es obvio que esta adaptabilidad facilita la supervivencia y la multiplicación.

El hombre aparece muy tarde en los registros geológicos. Ningún esqueleto fósil al cual se le pueda dar el nombre de "hombre" es anterior a la penúltima parte de la historia terrestre, o sea, a la era del "pleistoceno". Aún entonces, los fósiles siguen siendo excepcionalmente raros hasta los períodos más recientes, y pueden contarse con los dedos los "hombres" fósiles de la era inferior del pleistoceno. En la actualidad, todos los hombres pertenecen a una sola especie, la del Homo sapiens, y todos se pueden cruzar libremente entre sí; pero, en cambio, los "hombres" primitivos del pleistoceno pertenecían a varias especies distintas. Algunos, en realidad, divergían tanto de nosotros en su estructura corpórea, que los antropólogos se inclinan a asignarles distintos géneros. Los miembros primitivos de la familia humana a que nos referimos, los homínidos fósiles que a menudo son llamados paleantrópicos, no fueron ancestros directos en nuestra evolución; en el árbol genealógico del Homo sapiens, ellos representan ramas laterales del tronco principal. Aún más, sus cuerpos se encontraban mejor provistos que los nuestros para ejecutar ciertas funciones físicos, como el combate. Por ejemplo, los colmillos de la dentadura del Eoanthropus, u hombre de Piltdown, deben de haber sido armas formidables. Pero, por el momento, podemos ignorar las diferencias dentro de nuestra familia.

El hombre no se encuentra, en la actualidad -y, al parecer, tampoco lo estaba desde su primera aparición en el pleistoceno-, adecuadamente adaptado para sobrevivir en un medio ambiente particular cualquiera. Sus defensas corpóreas para enfrentarse a un conjunto específico de condiciones cualesquiera, son inferiores a las que poseen la mayor parte de los animales. El hombre no tiene, y posiblemente nunca tuvo, un abrigo de piel semejante al del oso polar, para conservar el calor de su cuerpo en un ambiente frío. Su cuerpo no está bien adaptado, particularmente, para la huida, la defensa propia o la cacería. No tiene, por ejemplo, una excepcional ligereza de pies, y sería dejado atrás, en una carrera, por una liebre o por un avestruz. No tiene un color que lo proteja, como el tigre o el leopardo moteado; ni una armadura corpórea como la tortuga o el cangrejo. Tampoco posee alas para escapar y contar con ventaja para acechar y atrapar su presa. Carece del pico y de las garras del halcón, lo mismo que de su vista penetrante. Para coger su presa y para defenderse, su fuerza muscular, su dentadura y sus uñas son incomparablemente inferiores a las del tigre.

En su historia evolutiva relativamente corta, que se encuentra atestiguada por los restos fósiles, el hombre no ha mejorado sus aprestos hereditarios por cambios corpóreos que puedan descubrirse en su esqueleto. No obstante lo cual, ha sido capaz de adaptarse a una variedad de ambientes mayor que casi todas las otras criaturas, de multiplicarse con más rapidez que cualquier otro de sus parientes entre los mamíferos superiores, y de vencer al oso polar, a la liebre, al halcón y al tigre en sus habilidades específicas. Por medio de su control del fuego y de su habilidad para hacerse vestidos y habitaciones, el hombre puede, y de hecho lo realiza, vivir y prosperar desde el círculo ártico hasta el ecuador. Con los trenes y automóviles que construye, el hombre puede aventajar la mayor ligereza de la liebre o del avestruz. En los aeroplanos el hombre puede subir más alto que el águila y, con telescopios, puede ver más lejos que el halcón. Con las armas de fuego, puede abatir animales a los que el tigre no se atreve a atacar.
Con todo, debemos repetir que el fuego, los vestidos, las casas, los trenes, los aeroplanos, los telescopios y las armas de fuego no son parte del cuerpo humano. El hombre puede cogerlos y dejarlos a voluntad. No son hereditarios en el sentido biológico, sino que la habilidad necesaria para producirlos y utilizarlos forma parte de nuestra herencia social, siendo resultado de una tradición acumulada por muchas generaciones y que no se transmite por la sangre, sino a través de la palabra hablada y escrita.

La compensación del hombre por su cuerpo pobremente dotado, comparado con el de otros animales, ha sido la posesión de un cerebro grande y complejo, el cual constituye el centro de un extenso y delicado sistema nervioso. Esto le permite ejecutar una gran variedad de movimientos controlados con precisión que se adaptan exactamente a los impulsos recibidos por los afinados órganos sensoriales. Únicamente así es como el hombre ha sido capaz de hacerse abrigos contra el clima y las vicisitudes del tiempo, lo mismo que instrumentos y armas ofensivos y defensivos, los cuales, debido a que se pueden adaptar y ajustar, son realmente superiores a las corazas corpóreas, a los dientes o a las garras.

En cierto sentido, la posibilidad de construir substitutos artificiales para las defensas corpóreas es una consecuencia de su carencia. Por ejemplo, mientras los huesos de la caja craneana tienen que soportar los poderosos músculos que son necesarios para la masticación con una fuerte mandíbula, y para esgrimir los dientes en el combate, como ocurre en el caso del chimpancé, el cerebro dispone de poco espacio para dilatarse, ya que los huesos de la caja craneana deben ser gruesos y macizos. Si el peso del cuerpo tiene que ser soportado normalmente por las patas delanteras y traseras, ya sea para caminar o para trepar, entonces resultarán imposibles los movimientos finos y delicados de los dedos humanos para coger y hacer cosas. A la vez, sin manos para asir los alimentos y para hacer las herramientas y las armas que le permiten asegurarse el alimento y repeler los ataques, las mandíbulas poderosas y los dientes agresivos, tales como los poseen nuestros parientes los monos, difícilmente hubieran disminuido de peso y de tamaño. Así, los cambios evolutivos que han contribuido a la formación del hombre se encuentran conectados, de una manera muy íntima, tanto entre sí como con los cambios culturales que el hombre mismo ha producido. Por lo cual no resulta sorprendente que, en sus intentos primitivos, el hombre haya progresado en diferentes grados relativos. El hombre de Piltdown (Eoanthropus), por ejemplo, poseía una caja craneana comparable por sus dimensiones a la nuestra, pero conservaba la poderosa mandíbula inferior y los colmillos prominentes que son propios del mono.

El hombre, entonces, está dotado por la naturaleza con un cerebro grande en comparación con su cuerpo, y esta dote es la condición que habilita al hombre para hacer su propia cultura. Otras dotes naturales se asocian luego y contribuyen al mismo resultado. Elliot Smith ha expuesto brillantemente el significado de la "visión binocular", heredada de humildes ancestros cuadrumanos muy remotos. Dorothy Davidson ha hecho una síntesis tan hábil del argumento, que su recapitulación aquí resulta innecesaria. De un modo general, establece que nosotros, y nuestros ancestros en el desarrollo evolutivo, vemos con los dos ojos una sola imagen, cuando otros mamíferos ven dos. Ciertas sensaciones musculares inadvertidas, indispensables para enfocar y unificar las imágenes recibidas por los dos ojos, constituyen un factor importante para estimar la distancia y para ver los objetos como sólidos (estereoscópicamente), en lugar de planos. En el hombre y en los primates superiores, la asociación de las imágenes estereoscópicas con las sensaciones táctiles y la actividad muscular, hace posible la perfecta estimación de las distancias y profundidades. Sin esto, la finura de las manos y de los dedos no sería suficiente para hacer instrumentos. Es la cooperación perfectamente ajustada, aunque inconsciente, de la mano desde el eolito más tosco hasta el sismógrafo de mayor sensibilidad. Tal cooperación es posible debido a la delicadeza del sistema nervioso y a la complejidad de las trayectorias de asociación en el cerebro de gran tamaño. Sólo que el mecanismo nervioso se ha establecido de tal manera que funciona ahora sin atraer nuestra atención.

El lenguaje se ha hecho posible por dotes similares -un control delicado y preciso de los nervios motores sobre los músculos de la lengua y de la laringe, y una correlación exacta de las sensaciones musculares debidas a los movimientos de esos órganos con las sensaciones auditivas-. El establecimiento de las conexiones necesarias entre los diversos nervios sensoriales y motores correspondientes, se efectúa en regiones bien definidas del cerebro, particularmente en aquellas que se encuentran inmediatamente encima de los oídos. En las cajas craneanas de ensayos muy primitivos de hombre, como el Pithecanthropus (hombre de Java), el Sinanthropus (hombre de Pekín) y el Eoanthropus (hombre de Piltdown), son visibles los rasgos de protuberancias rudimentarias en esta porción del cerebro. Aun estos miembros tan primitivos de nuestra familia podían "hablar".

Sin embargo, en el Homo sapiens este desenvolvimiento del cerebro y del sistema nervioso ocurre de concierto con ciertas modificaciones en la disposición para el enlace de los músculos de la lengua, las cuales no se encuentran en los antropoides, ni tampoco en otros géneros o especies de "hombre". A consecuencia de esto, el hombre es capaz de articular una variedad de sonidos mucho mayor que cualquier otro animal.

El mecanismo por el cual las sensaciones visuales, musculares, auditivas y otras sensaciones y movimientos se encuentran coordinados de una manera tan sutil que, normalmente, no tenemos conciencia de los elementos separados, es un mecanismo que se desarrolla en el cerebro mayormente después del nacimiento. Esto puede ocurrir así, debido únicamente a que los huesos del cráneo son relativamente blandos y están trabados sin mucha cohesión en el niño, de tal modo que el cerebro se puede dilatar dentro de ellos. Pero, durante este proceso, el niño se encuentra bastante desvalido y puede sufrir daño con facilidad. De hecho, depende enteramente de sus padres. Lo anterior también resulta cierto para las crías de cualquier mamífero y de la mayor parte de las aves. Sólo que, en el caso del hombre, la condición de dependencia dura un tiempo excepcionalmente largo. El endurecimiento y la solidificación del cráneo humano se retardan mucho más que en los otros animales, para permitir la mayor dilatación del cerebro. Al mismo tiempo, el hombre nace con relativamente pocos instintos heredados. Es decir, que existen comparativamente pocos movimientos y respuestas precisas para cuyo estímulo se encuentre ajustado automáticamente nuestro sistema nervioso; los instintos del hombre son, en su mayor parte, tendencias muy generalizadas.

Por lo tanto, al igual que cualquier otro animal joven, el niño tiene que "aprender por experiencia", la respuesta apropiada a una situación específica. Debe encontrar los movimientos correctos a ejecutar en relación con cualquier acontecimiento externo, formando en su cerebro las conexiones apropiadas entre los nervios sensoriales y motores. Y, como en el caso de los mamíferos jóvenes, el proceso de aprendizaje es ayudado por el ejemplo de los padres. Así, el gazapo tratará de imitar a su madre, para aprender el modo de elegir su alimento y de evitar los peligros que le acechan en la realidad. Tal educación es común a las familias humanas y animales. Pero, en el caso del hombre, este proceso de educación se transforma. El hombre no solamente puede enseñar a sus hijos por el ejemplo, sino también con el precepto. La facultad de hablar -esto es, la constitución fisiológica de la lengua, la laringe y el sistema nervioso humanos- dota a la infancia prolongada de una importancia única.

Por una parte, la infancia prolongada implica la vida familiar, la asociación continua de padres e hijos por varios años. Por otro lado, las condiciones fisiológicas, como ya indicamos antes, permiten al hombre emitir una gran variedad de sonidos articulados distintos. De esta manera, un sonido específico o un grupo de sonidos, una palabra, puede ser asociada con un acontecimiento particular o con un grupo de acontecimientos en el mundo exterior. Por ejemplo, el sonido o palabra "oso" puede conjurar la imagen de una especie particular de animal peligroso; pero cuya piel se aprovecha y cuya carne se come, junto con la disposición para actuar de manera apropiada en el caso de un encuentro con tal animal. Desde luego, las primeras palabras pueden haber sugerido por sí mismas, en cierta medida, los objetos denotados. Así, la pronunciación inglesa de la palabra "morepork" se asemeja aproximadamente al chillido de cierta lechuza australiana a la cual se da este nombre. Pero, aun en ese caso, la convención es un actor importante para limitar el significado y darle precisión. Únicamente como resultado de un convenio tácito, aceptado por los primeros pobladores blancos de Australia, es como la palabra "morepork" ha venido a representar una especie de lechuza y no, por ejemplo, una gaviota. Generalmente, el elemento convencional es el que domina en absoluto. Es obvio que la extensión en la cual los sonidos pueden, por sí mismos, sugerir o imitar a las cosas, es verdaderamente muy limitada. En realidad, el lenguaje es, esencialmente, un producto social; únicamente en la sociedad y por tácito convenio entre sus miembros, es como las palabras pueden tener significado y sugerir cosas y acontecimientos. Y la familia humana es una unidad social necesaria (aun cuando no es necesariamente, o probablemente, la única unidad original).

Ahora bien, una parte integrante de la educación humana consiste en enseñar a hablar al niño. Lo cual significa enseñarlo a articular, de manera reconocida, ciertos sonidos o palabras, y a conectarlos con aquellos objetos o acontecimientos a los cuales se refieren, según se ha convenido. Una vez hecho esto, los padres pueden, con ayuda del lenguaje, instruir a sus hijos sobre cómo entendérselas en situaciones que no es posible ilustrar convenientemente con ejemplos reales concretos. El niño no necesita esperar a que un oso ataque a la familia para aprender cómo eludirlo. En tal caso, la instrucción recurriendo sólo al ejemplo podría resultar fatal para alguno de los discípulos. En cambio, el lenguaje permite a los viejos enseñar el peligro a los jóvenes cuando no está presente y demostrarles, entonces, la conducta a seguir.

Por lo demás, el habla no es únicamente un vehículo por medio del cual los padres transmiten sus propias experiencias a los hijos. También es un medio de comunicación entre todos los miembros de un grupo humano que habla el mismo lenguaje, o sea, que observa convenciones comunes respecto a la pronunciación de los sonidos y a los significados atribuidos a ellos. Cada uno de los miembros puede comunicar a los demás lo que ha visto y hecho, y todos pueden comparar sus acciones y reacciones. Así se mancomunan las experiencias de todo el grupo. Lo que los padres imparten a sus hijos no son simplemente las lecciones de su propia experiencia personal, sino algo mucho más amplio: la experiencia colectiva del grupo. Tal es la tradición que pasa de generación en generación, cuyo método de transmisión, con ayuda del lenguaje, parece ser una peculiaridad de la familia humana. Y esta peculiaridad constituye la diferencia vital definitiva entre la evolución orgánica y el progreso humano.

El miembro de una especie animal hereda, en forma de instintos, la experiencia colectiva de su especie. La disposición para reaccionar de modo particular en situaciones determinadas es innata en él, justamente porque ha fomentado la supervivencia de la especie. Otros animales de la misma especie, dotados con instintos diferentes, han sido menos afortunados y, por lo tanto, han sido extirpados por selección natural. La formación de los instintos hereditarios, beneficiosos para la especie, puede considerarse como un proceso lento y, más bien, de despilfarro, comparable al del mamut cuando adquirió su abrigo de pelo. El niño aprende aquellas reglas y preceptos para actuar que los miembros de su grupo y sus antecesores han encontrado beneficiosos.

Ahora bien, por lo menos en teoría, el conjunto de reglas tradicionales no es fijo, ni inmutable. Las nuevas experiencias pueden sugerir, a los individuos, adiciones y modificaciones. Si éstas resultan útiles, serán comunicadas a la comunidad entera, la cual las discutirá, las someterá a prueba y podrá incorporarlas a la tradición colectiva. Por supuesto, el proceso está lejos de ser, en realidad, tan simple como se indica. Los hombres se aferran apasionadamente a las viejas tradiciones y muestran gran renuencia a modificar sus modos de conducta acostumbrados, tal como lo han experimentado a su costa los innovadores de todas las épocas. La carta muerta del conservatismo que es, en gran manera, una aversión perezosa y cobarde a la actividad enérgica y penosa del verdadero pensamiento, ha retardado indudablemente el progreso humano; y todavía más en el pasado que en la actualidad. No obstante lo cual, para la especie humana el progreso ha consistido fundamentalmente en el mejoramiento y en el ajuste de la tradición social, transmitida por medio del precepto y del ejemplo.

Los descubrimientos y las invenciones que parecen, a los arqueólogos, pruebas tangibles del progreso, son justamente, después de todo, la incorporación concreta y la expresión de las innovaciones en la tradición social. Cada uno de ellos se ha hecho posible, únicamente, por la experiencia acumulada transmitida por la tradición al inventor; cada uno significa el agregar a la tradición nuevas reglas de acción y de conducta. El inventor del telégrafo tuvo a su disposición un conjunto de conocimientos tradicionales, acumulados a partir de los tiempos prehistóricos, acerca de la producción y la transmisión de la electricidad. Igualmente, en una época mucho más temprana, el inventor del barco de vela había aprendido antes a construir piraguas y a navegar en ellas, lo mismo que la manera de fabricar esteras o tejidos de género. Al propio tiempo, los nuevos movimientos necesarios para hacer funcionar el telégrafo y el barco de vela, tuvieron que ser enseñados tan pronto como el invento quedó establecido. Las reglas apropiadas se incorporaron a la tradición social, para ser aprendidas por las generaciones siguientes.

Debemos destacar otra implicación del lenguaje en general, y del habla en particular, Pero, antes, tenemos que hacer notar que el lenguaje no se limita a los sonidos articulados o a su reproducción escrita. También incluye a los gestos y, en último término, al arte pictográfico. Los gestos, al igual que las palabras, imitan y sugieren, en cierto sentido, los objetos correspondientes, pero también son convencionales en gran medida; su significación, tal como la de los sonidos hablados, tiene que limitarse por medio de un convenio tácito entre los miembros de la sociedad. Se puede indicar un "pájaro" agitando los brazos, pero solamente una convención puede restringir el gesto para que indique una especie particular de pájaro, o para que señale en contraste con "pájaro", un "árbol-sacudido-por-el-viento". El simbolismo de los gestos que, probablemente, fue muy importante en la infancia de las relaciones humanas, no ha tenido un desarrollo tan fructuoso como el lenguaje hablado. Las pictografías, como veremos después, tienen los mismos inconvenientes que la gesticulación.

La aptitud que llamamos "pensamiento abstracto" -la cual es, probablemente, una prerrogativa de la especie humana- depende en gran parte del lenguaje. Designar una cosa es, enteramente, un acto de abstracción. El oso, evocado por su nombre, estará así arrancado y separado del complejo de sensaciones -árboles, cuevas, pájaros cantores, etc.- que podrán acompañarlo en el caso de su encuentro real con el hombre. Y no solamente estará aislado, sino también generalizado. Los osos reales son siempre individuales; podrán ser grandes o pequeños, negros o pardos; podrán estar dormidos o trepando a un árbol. En la palabra "oso", se ignoran tales cualidades -aun cuando algunas de ellas sean aplicables a cualquier oso real- concentrándose la atención en uno o dos elementos coincidentes, los cuales han sido descubiertos como características comunes a un cierto número de distintos animales individuales. Éstos quedan agrupados dentro de una clase abstracta. En lenguajes muy primitivos, como el de los aborígenes australianos, cosas tan abstractas o generales como oso o canguro carecerán de nombre. Habrá palabras diferentes, y sin relación entre sí, para designar el "canguro macho", el "canguro hembra", el "canguro joven", el "canguro saltando", y así sucesivamente.

No obstante, es característico de todo lenguaje el poseer un cierto grado de abstracción. Pero, una vez abstraída la idea de oso de su medio ambiente real y concreto, y despojado de muchos de sus atributos particulares, la idea puede ser combinada con otras ideas abstractas semejantes o ser dotada de atributos, a pesar de que nunca sea posible hallar un oso en tal medio ambiente o con esos atributos. Se puede, por ejemplo, dotar al oso del habla, o describirlo tocando un instrumento musical. Es posible jugar con las palabras, y este juego contribuye a la mitología y a la magia. También puede conducir a la invención, cuando las cosas son tratadas o pensadas atendiendo al modo como pueden ser o llegar a ser realmente. El hablar de hombres alados precedió ciertamente, por un largo tiempo, a la invención de máquinas voladoras practicables.
Combinaciones como las que acabamos de describir se pueden hacer, desde luego, sin emplear palabras ni sonidos representativos de las cosas. En su lugar se pueden utilizar imágenes visuales (o representaciones mentales). Éstas desempeñan, en realidad, un papel importante en el pensamiento de los inventores mecánicos. Sin embargo, en los comienzos del pensamiento humano, las imágenes visuales deben de haber desempeñado una función menos importante de lo que podría esperarse. El pensamiento es un tipo de acción y, para muchas personas (incluyendo al escritor), la facultad de formar representaciones mentales se encuentra limitada por su capacidad de trazar o hacer modelos de las cosas imaginadas. Tuvo que transcurrir largo tiempo antes de que el hombre aprendiera a trazar o hacer modelos; pero, en cambio, tan pronto como llegó a ser hombre pudo emitir sonidos articulados.

De cualquier manera, las palabras y las imágenes mentales de los sonidos o de los movimientos musculares requeridos para articularlos, pueden ser empleadas para funciones en las cuales son inaplicables las imágenes visuales. Se pueden formar palabras para abstracciones -como electricidad, fuerza, justicia- que no es posible representar por imagen visual alguna. Para un pensamiento de tal elevado grado de abstracción debe considerarse como casi indispensable el lenguaje hablado o escrito. Una gran parte del pensamiento incluido en el presente libro es de este tipo. Trate el lector de imaginarse cómo sería esta página vertida en una serie de representaciones pictóricas o de gestos imitativos. Así comprenderá mejor la función desempeñada por el habla, una de las dotes fisiológicas del hombre, en la peculiar actividad humana de pensar abstractamente.

La evolución del cuerpo humano, de sus aprestos fisiológicos es estudiada por la antropología prehistórica, la cual es una rama de la paleontología. Más allá de los puntos ya considerados, sus resultados tienen poca conexión con el tema de este libro. Dentro de nuestra especie, el mejoramiento de dichos aprestos, hecho por el hombre mismo -es decir, por la cultura- ha tomado el lugar de las modificaciones corpóreas. La antropología prehistórica no dispone todavía, en la actualidad, de documentos concretos que ilustren con precisión los procesos evolutivos que debemos considerar como preliminares necesarios para la creación inteligente de la cultura. Ninguno de los escasos "hombres" fósiles, cuyos esqueletos han sobrevivido desde las Edades de Hielo primitivas (pleistoceno), puede clasificarse entre nuestros ancestros directos. No representan etapas en el proceso de formación del hombre, sino experimentos infructuosos -géneros y especies- que han desaparecido.

Los esqueletos más antiguos de nuestra propia especie pertenecen a las fases finales de la última Edad de Hielo y a los períodos culturales llamados en Francia auriñaciense, solutrense y magdaleniense. Éstos son ya tan semejantes a nuestros propios esqueletos, que las diferencias solamente pueden ser advertidas por expertos. Estos hombres del pleistoceno posterior se diferencian ya en diversas variedades o razas distintas. Es obvio que antes de ellos debe haber una larga historia evolutiva, pero no disponemos de fósil alguno que la ilustre. Y, desde la época en la cual aparecen por primera vez los esqueletos de Homo sapiens, en los testimonios geológicos, tal vez hace 25000 años, la evolución corpórea del hombre se ha detenido, al parecer, aun cuando es justamente entonces cuando se ha iniciado su progreso cultural. "La diferencia física entre los hombres de las culturas auriñaciense y magdaleniense, por una parte, y los hombres actuales, por la otra, es insignificante; en tanto que su diferencia cultural es inconmensurable"(2). En la familia humana, el progreso en la cultura ha ocupado, en realidad, el lugar que tenía anteriormente la evolución orgánica.

La arqueología es la que estudia este progreso en la cultura. Sus documentos son los utensilios, armas y chozas hechos por el hombre en el pasado, para procurarse alimento y abrigo. Ellos ilustran el mejoramiento de la habilidad técnica, la acumulación de conocimientos y el avance de la organización para garantizar la subsistencia. Un utensilio terminado, hecho por manos humanas, es obviamente un buen índice de la destreza manual y del desarrollo mental de su autor. De un modo menos obvio, es la medida del conocimiento científico de su época. No obstante, todo instrumento refleja en realidad, aun cuando sea de manera imperfecta, la ciencia que tuvieron a su disposición los autores. Esto es evidente en el caso de un mecanismo de radiocomunicación o de un aeroplano. Y es igualmente cierto respecto a un hacha de bronce, sólo que, en este caso, será útil una breve explicación.

Los arqueólogos han dividido las culturas del pasado en Edades de Piedra (Antigua y Nueva), Edad de Bronce y Edad de Hierro, sobre la base del material empleado generalmente, y en forma preferente, para los instrumentos cortantes. Las hachas y cuchillos de bronce son instrumentos distintivos de la Edad de Bronce; a diferencia de los de piedra, indicativos de una Edad de Piedra anterior, o de los de hierro de la subsecuente Edad de Hierro. Para la manufactura de un hacha de bronce se tiene que aplicar un conjunto de conocimientos mayor que para una de piedra. La de bronce implica un conocimiento básico considerable de geología (para localizar e identificar los minerales) y de química (para reducirlos), lo mismo que el dominio de procesos técnicos complicados. Es presumible que un pueblo de la "Edad de Piedra", por valerse exclusivamente de instrumentos de piedra, careciera de dichos conocimientos. De esta manera, los criterios utilizados por los arqueólogos para distinguir sus diversas "edades", también sirven como índices del estado de la ciencia.

Sin embargo, cuando los utensilios, los cimientos de las viviendas y las otras reliquias arqueológicas no se consideran aisladamente, sino en su conjunto, pueden mostrar mucho más. Entonces, no sólo ponen de manifiesto el nivel alcanzado por la destreza técnica y la ciencia, sino también la manera en que sus autores obtenían su subsistencia, esto es, cuál era su economía. Y es justamente la economía la que determina la multiplicación de nuestra especie y, por consiguiente, su éxito biológico. Estudiadas desde esta perspectiva, las antiguas divisiones arqueológicas adquieren un nuevo significado. Las edades arqueológicas corresponden, aproximadamente, a las etapas económicas. Cada nueva "edad" es introducida por una revolución económica, del mismo tipo y con los mismos efectos que la Revolución Industrial del siglo XVIII.

En la "Antigua Edad de Piedra" (período paleolítico), los hombres vivían enteramente de la caza, la pesca y la recolección de granos silvestres, raíces, insectos y mariscos. Su número estuvo limitado a la provisión de alimentos ofrecida por la propia naturaleza y, en realidad, parece haber sido muy corto. En la "Nueva Edad de Piedra" (época neolítica), los hombres controlaron su abastecimiento de alimentos, cultivando plantas y criando animales. Debido a las circunstancias favorables, una comunidad puede producir ya más alimentos de los que necesita consumir, y puede aumentar su producción para satisfacer las exigencias del aumento de la población. La comparación del número de entierros entre la Antigua Edad de Piedra y la Nueva, en Europa y en el Cercano Oriente, muestra el enorme incremento de la población, como resultado de la revolución neolítica. Desde el punto de vista biológico la nueva economía constituyó un éxito: hizo posible la multiplicación de nuestra especie.

El empleo del bronce implica, asimismo, la existencia de industrias especializadas y, generalmente, de un comercio organizado. Para procurarse utensilios de bronce, una comunidad debe producir un excedente de artículos alimenticios y tiene que sostener cuerpos de especialistas, mineros, fundidores y artífices, apartados de la producción directa de alimentos. Luego, una parte del excedente tiene que gastarse siempre en el transporte del mineral, desde las montañas metalíferas relativamente remotas. Realmente, en el Cercano Oriente, la Edad de Bronce se caracterizó por la formación de ciudades populosas, en las cuales se desarrollaron industrias secundarias y el comercio exterior, en una escala considerable. Un ejército regular de artesanos, comerciantes y trabajadores del transporte, lo mismo que de funcionarios, empleados, soldados y sacerdotes, era sostenido por el excedente de artículos alimenticios producidos por los agricultores, pastores y cazadores. Las ciudades son, incomparablemente, más extensas y más populosas que las poblaciones neolíticas. Ha ocurrido una segunda revolución y, de nuevo ha dado como resultado la multiplicación de nuestra especie.

El descubrimiento de un proceso económico para producir hierro en cantidad -signo distintivo de la Edad de Hierro- produjo un resultado similar; en particular en Europa y, probablemente, también en los países tropicales. El bronce siempre ha sido un material costoso, porque sus constituyentes, el cobre y el estaño, son relativamente raros. Los minerales de hierro, en cambio, se encuentran distribuidos con amplitud. En cuanto fue posible fundirlo en forma económica, todos pudieron fabricar utensilios de hierro. Y los implementos de hierro baratos permitieron al hombre abrir nuevas tierras al cultivo, desmontando los bosques y avenando los suelos arcillosos; para lo cual, los instrumentos de piedra eran impotentes, y los de bronce demasiado raros para ser eficaces. Una vez más, la población se encontró en condiciones de ensancharse, y así aconteció, tal como lo demuestran dramáticamente la prehistoria de Escocia y la historia primitiva de Noruega.

Por lo tanto, los avances culturales que forman la base de la clasificación arqueológica, han producido la misma clase de efectos biológicos que tienen las mutaciones en la evolución orgánica. En los capítulos siguientes consideraremos en detalle los avances primitivos. Así se mostrará cómo las revoluciones económicas reaccionan sobre la actitud del hombre ante la naturaleza y promueven el desenvolvimiento de las instituciones, de la ciencia y de la literatura; en una palabra, de la civilización en su significación más general.

Escalas de Tiempo

Antes de proceder a describir el contenido de las "edades" que acabamos de definir, es conveniente tratar de dar alguna indicación acerca de su duración. Sin tal intento no es posible estimar con claridad el movimiento del progreso humano, ni siquiera es asequible su realidad. Pero es necesario hacer un gran esfuerzo imaginativo. El drama de la historia humana ocupa un período que no es mensurable en años, ni en siglos, ni aun en milenios. Los geólogos y los arqueólogos hablan con versatilidad- de estos grandes período de tiempo, como si no se dieran cuenta de que son de la misma clase de los períodos que nosotros mismos vivimos.
Para la mayor parte de nosotros, un año parece ser un tiempo largo; si lo contemplamos retrospectivamente, lo encontramos lleno de acontecimientos más o menos emocionantes que han afectado nuestras propias vidas, nuestra ciudad, nuestro país y aun al mundo entero. Ya una década, o sean diez años, sólo se puede contemplar de una manera poco menos vívida.

Recordamos la última década, llena de sucesos notables, con las proezas aéreas, los asesinatos, las violaciones y los divorcios que solamente son "destacados" en la prensa popular, o de experiencias personales de la misma significación histórica, o bien de acontecimientos verdaderamente importantes, como el descubrimiento del hidrógeno pesado o de las Tumbas Reales de Ur. Nuestra imagen de los períodos más prolongados es más atenuada. Han transcurrido cincuenta y siete años desde la Guerra de los Boers, la cual podemos recordar muchos de nosotros. En el intervalo hemos sido testigos de acontecimientos de todas clases, los cuales han dejado una impresión permanente en nuestras mentes. Podemos recordar las primeras máquinas voladoras, la multiplicación de los automóviles, los comienzos de la telegrafía sin hilos comunicando a los trasatlánticos, las sufragistas, una Guerra Mundial, la Revolución rusa, una huelga general, y otros muchos sucesos.

Pero, si nos remontamos treinta y cuatro décadas, llegamos hasta los grandes días de la reina Isabel. El período es justamente diez veces mayor que el que acabamos de tratar de recordar. Sin embargo, en general, no estemos enterados de que contiene diez veces más acontecimientos, los cuales fueron, presumiblemente, tan importantes para sus contemporáneos, como aquellos que hemos recordado en el transcurso de nuestras propias vidas. Sólo unos cuantos de ellos acuden a la mente de un hombre medio, como la decapitación de Carlos I, la declaración de independencia de los Estados Unidos, o la batalla de Waterloo. Haciendo un esfuerzo de memoria, algunos recuerdan que durante este período Newton formuló su ley de gravedad, que la electricidad y la química fueron estudiadas y aplicadas científicamente por primera vez, que Linneo clasificó el reino de la materia viva, y que Darwin enunció la doctrina de la selección natural. Pero, es mucho más difícil darse cuenta de que cada uno de esos 340 años, cada una de esas 34 décadas, está tan nutrida de acontecimientos como el año o la década que nosotros mismos hemos experimentado. No obstante, debemos hacer el esfuerzo por entenderlo así.

Todavía nos espera otro esfuerzo mayor; retrocedamos ahora, no treinta y cuatro décadas, sino diez veces más: treinta y cuatro siglos. En Gran Bretaña, nos habremos remontado a una época de la cual no tenemos testimonio escrito alguno, cuando los utensilios eran hechos exclusivamente de piedra, hueso y madera, siendo desconocidos o inasequibles el hierro y el bronce, y cuando los hombres dedicaban más tiempo a edificar las gigantescas tumbas llamadas túmulos, que a construcciones necesarias como viviendas y caminos. De hace tres mil cuatrocientos años, únicamente quedaron testimonios escritos en Creta, Egipto, el Cercano Oriente y, tal vez, en la India y en China. Es particularmente difícil entender que estos siglos, sin historia escrita, hayan estado tan llenos de importantes sucesos para los bárbaros habitantes de Gran Bretaña, como lo pudo ser para nosotros el año pasado, aun cuando a los civilizados egipcios o babilonios no les llegara ni un rumor siguiera. Tales acontecimientos no atestiguados, pero no por ello inmemorables, como la creación de un túmulo o el entierro de Stonehenge, fueron tan emocionantes y dignos de recuerdo, al menos para quienes los ejecutaron o los presenciaron, como lo son los sucesos inmediatos para quienes viven en el siglo actual. Con todo, para encontrarnos en los comienzos de la Humanidad, debemos remontarnos mucho más atrás, no a 3400 años antes, ni a diez veces más, sino hasta unos 340000.

En rigor, tratándose de los remotos comienzos del progreso, un año, o aun un siglo, es una unidad demasiado pequeña. Debemos acostumbrarnos a contar en milenios, esto es, en millares de años. Cada milenio comprenderá diez siglos o un centenar de décadas. Y cada día, año, década o siglo, estará lleno de acontecimientos que merecieron ser registrados en periódicos, anuarios o libros de historia.

Para acostumbrarnos a este procedimiento de computar, intentaremos exponer la historia escrita en milenios (haciendo caso omiso de las pequeñas fracciones). Hace medio milenio, Colón descubría América. Un milenio antes de nosotros, los normandos todavía no desembarcaban en Inglaterra y Alfredo ocupaba el trono de los sajones. Dos milenios atrás, nos encontramos en los límites de la historia británica. Las Islas Británicas sólo eran conocidas por los letrados, a través de las narraciones de viajeros y mercaderes, en tanto que Cicerón preparaba y escribía sus discursos en Roma. Hace tres milenios, tendríamos que ir fuera de Europa para encontrar testimonios escritos. Roma todavía no era fundada, Grecia se encontraba sumida en una oscura época de invasión bárbara, la literatura sólo florecía en Egipto y en el Cercano Oriente. Es la época de Salomón en Palestina. Por último, retrocediendo cinco milenios estaríamos en los principios mismos de la historia escrita, en Egipto y en Babilonia. Si nos remontamos más, ya no encontraremos testimonios históricos escritos que arrojen luz en la obscuridad o que nos ayuden a entender la multiplicidad de los sucesos ocurridos cada año. Y, a pesar de ello, la civilización ya había madurado.

Para tener alguna idea del tiempo arqueológico, consideraremos las ruinas de las ciudades de Mesopotamia. La extensión homogénea de la dilatada llanura aluvial comprendida entre el Tigris y el Éufrates, se encuentra interrumpida por tells o montículos que se elevan unos 18 metros o más por encima del terreno circundante. No se trata de colinas naturales, sino que cada uno de ellos señala el sitio de alguna construcción antigua, y está formado enteramente por los escombros de casas, templos y palacios arruinados. En el Irak, las casas se construyen todavía con adobes, no cocidos en horno, sino secados simplemente al sol. Estas casas pueden tener la suerte de permanecer en pie por un siglo. Pero puede presentarse la contingencia de que la lluvia penetre por debajo de los aleros o llegue hasta los cimientos, desintegrando la arcilla plástica. Entonces, todo el edificio se viene abajo, quedando como una masa informe o como tierra desmoronada. El propietario ni siquiera se molesta en limpiar los escombros. Sencillamente los aplana y construye en el mismo sitio una nueva casa, cuyos cimientos se elevan unos 60 centímetros sobre el piso de su antigua vivienda. La repetición de este proceso en el transcurso de los siglos es lo que ha formado los tells, rompiendo la monotonía de la llanura de Mesopotamia.

En Warka, la Erech bíblica, los alemanes exploraron el centro de uno de estos tells, por medio de un pozo profundo. La entrada del pozo se encuentra al nivel del piso de un templo prehistórico, el cual data de unos 5500 años. Desde este nivel se puede descender por las paredes de la sinuosa excavación practicada, hasta una profundidad de más de 18 metros. En cada momento de este descenso inquietante se pueden recoger, de las paredes del pozo, trozos de cerámica, adobes o instrumentos de piedra. El pozo corta un montículo de 18 metros de altura, en realidad, formado enteramente por los escombros de las construcciones sucesivas, en las cuales han vivido los hombres. El montículo ha crecido de la manera descrita antes, sólo que simplemente la más reciente de las construcciones que lo constituyen, las cuales son atravesadas al descender por el pozo, tiene más de cinco milenios.

En el fondo, llegamos al suelo virgen –un suelo pantanoso emergido del Golfo Pérsico-. La construcción inferior representa los remotos comienzos de la vida humana en el sur de Mesopotamia. No obstante, cuando hemos descendido hasta ella, nos encontramos tan alejados como antes de los comienzos del progreso humano. Para alcanzarlos, debemos sumergirnos en el tiempo geológico. Pero, entonces, las cifras pierden casi su sentido (y se vuelven principalmente conjeturas). Para comprender la antigüedad del hombre, debemos considerar los amplios cambios ocurridos en la superficie terrestre, de los cuales ha sido testigo nuestra especie, antes de que los pobladores llegaran al sitio en que se erigió Erech.

Grandes láminas de hielo se extendieron sobre la mayor parte de la Gran Bretaña y del norte de Europa, y los glaciares de los Alpes y de los Pirineos llenaron los valles de los ríos de Francia. En la Gran Bretaña, las láminas de hielo irradiaron de las montañas de Escocia y, algunas veces, unidas con las de Escandinavia, cubrieron las tierras bajas de Escocia, se extendieron por Irlanda y llegaron hasta Cambridge. Se considera que, alrededor de Edimburgo, el hielo alcanzó un espesor de más de 300 metros. Cubrió los valles y sepultó las cumbres de las montañas de Pentland. En Francia, el glaciar del Ródano, el cual puede verse actualmente a distancia por encima del Lago de Ginebra, se extendió por el valle del Ródano hasta Lyon.

La formación y extensión de estos glaciares y láminas de hielo, debe haber tomado una cantidad asombrosa de tiempo. Un glaciar es un río de hielo y no un río helado. La extensión del glaciar del Ródano hasta Lyon, no significa que el Ródano se hubiese congelado bruscamente, sino que el glaciar escurrió desde las alturas de los Alpes hasta el nivel de Lyon. Pero, un glaciar fluye con mucha lentitud: su movimiento apenas si resulta perceptible a simple vista. La mayor velocidad observada es de sólo 30 metros por día y con frecuencia, el flujo es mucho más lento. Las grandes láminas de hielo que escurrieron sobre las llanuras de Inglaterra oriental y del norte de Alemania, no se movieron con un ritmo semejante. En Groenlandia, tales láminas de hielo se mueven ahora sólo unos cuantos centímetros diarios; en Antártica, el ritmo del flujo es de unos 500 metros al año. ¡Cuán largo debe de haber sido el tiempo transcurrido para que el glaciar del Ródano llegara a Lyon y para que las láminas de hielo escocesas se extendieran hasta Suffolk!
La fundición de las inmensas láminas de hielo debe haber sido igualmente lenta. Una gran masa de hielo requiere mucho tiempo para derretirse. Es posible encontrar, en pleno verano, algún iceberg flotando al sur de Nueva York. Pero, por enorme que sea, ese islote de hielo es incomparablemente más pequeño y más fundible que las inmensas láminas de hielo y los glaciares que estamos considerando. Su derretimiento debe haber sido tan lento, que la diferencia de posición del borde del hielo entre un verano y el siguiente, posiblemente haya sido muy difícil de percibir para los hombres de la época.

Con todo, la Humanidad fue testigo del avance y de la desaparición de las láminas de hielo sobre Europa, bastante tiempo antes de que la historia comenzara. Y no sólo eso. Muchos geólogos consideran que hubo cuatro distintas Edades de Hielo o glaciaciones, durante el período pleistoceno. Cuatro veces, los glaciares y las láminas de hielo se extendieron lentamente sobre Europa y, otras tantas veces, se fundieron imperceptiblemente o se desecaron. Y, en cada episodio glacial, hubo una época interglacial de temperatura cálida y de duración incierta. Los "hombres" siguieron viviendo en Europa y en otras partes, a través de estos cambios graduales. La consideración de su curso lento y de su extensión, es una guía mucho mejor para estimar la duración del tiempo prehistórico, que una acumulación de números monstruosos.

Durante las Edades de hielo progresaron otros cambios igualmente lentos, cuya consideración puede fortalecer la lección suministrada por las glaciaciones. Gran Bretaña, por ejemplo, quedó unida en diversos puntos con el Continente europeo, para separarse nuevamente después, mientras vivían hombres en su territorio. Los movimientos que eso implica fueron tan lentos como los que ocurren actualmente ante nuestros ojos, sin advertirlos. Es notorio que la costa de Inglaterra está siendo devorada por el mar. En ocasiones, el hundimiento espectacular de algún risco cerca de Brighton o la destrucción de una calzada, llama la atención acerca de esta erosión. Pero, en su conjunto, el proceso es imperceptible. Aun en el transcurso de medio siglo, sus efectos son muy pequeños como para ser reflejados en un mapa cuya escala fuera tan grande que cada centímetro representara un kilómetro. Igualmente gradual es la formación de tierras por el sedimento que arrastran los ríos hasta los deltas o estuarios de sus desembocaduras.
A principios del pleistoceno, una gran porción de Inglaterra oriental se encontraba sumergida en el mar. Los llamados riscos de Norfolk son sedimentos depositados bajo el mar que cubría la región de esa época. Gradualmente, la acumulación de tales sedimentos, junto con los levantamientos también graduales de la corteza terrestre, unieron a Gran Bretaña con el continente y acabaron por desecar la tierra en la depresión del mar del Norte. El Támesis se unió entonces al Rin, como tributario, fluyendo por una extensa llanura hasta el Océano Ártico, al norte del banco de Dogger. La nueva sumersión de esta región todavía no se había terminado cuando desaparecieron las láminas de hielo. Al finalizar el período pleistoceno todavía pudo existir un dique de tierra hasta Inglaterra, y el hundimiento que lo destruyó aún sigue adelante. Su progreso es tan imperceptible ahora, como lo fue en sus primeras etapas y en las fases previas de su elevación. Esto viene a acentuar nuevamente la asombrosa duración del pleistoceno.

Las consideraciones anteriores han sido hechas tratando de ayudar al lector a estimar los períodos de tiempo que son denotados por las "edades" arqueológicas. Pero, ahora, debemos formular una advertencia sobre la significación de tales "edades". La Edad Paleolítica, la Edad Neolítica, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, no deben ser confundidas con períodos absolutos de tiempo, como las eras de los geólogos. En una localidad cualquiera –digamos, el sur de Inglaterra o Egipto- cada edad no ocupa, realmente, un período definido de tiempo histórico. En todas las regiones, las diversas edades se siguen las unas a las otras en el mismo orden. Pero no principiaron, ni tampoco terminaron, simultáneamente en todo el mundo. No debemos imaginarnos que, en un momento dado de la historia del mundo, resonó una trompeta en el cielo y todos los cazadores, desde China hasta Perú, arrojaron al punto sus armas y trampas, y comenzaron a cultivar trigo, arroz o maíz y a criar cerdos, ovejas y pavos.

Por el contrario, la Edad Paleolítica, al menos en el sentido económico en el cual la establecimos en la página 49 todavía perdura en la parte central de Australia y en la región ártica de América. La revolución neolítica inició la Nueva Edad de Piedra, en Egipto y en Mesopotamia, hace unos 7000 años. En Gran Bretaña y en Alemania, sus efectos comenzaron a hacerse perceptibles tres milenios y medio después, es decir, hacia el año 2500 a.c. En la época en que se estableció en Gran Bretaña la Nueva Edad de Piedra, Egipto y Mesopotamia ya tenían un millar de años de encontrarse en la Edad de Broncee. La Nueva Edad de Piedra no terminó en Dinamarca antes del año 1500 a.c. En Nueva Zelandia, todavía no terminaba cuando desembarcó el capitán Cook; los maoríes aún empleaban utensilios de piedra pulimentada y practicaban una economía neolítica, cuando Inglaterra estaba en los dolores de la Revolución Industrial. La economía de los australianos era todavía "paleolítica".

Es tan importante recordar el carácter relativo de las "edades" arqueológicas, como lo es la comprensión de los grandes períodos de tiempo que pueden denotar en ciertas regiones. En realidad, la Edad Paleolítica fue tan inmensamente prolongada, que casi puede ser tratada como un período universal, equivalente al pleistoceno de los geólogos. Pero, considerando su terminación, el retraso entre regiones diferentes tiene una importancia crucial. Muchos arqueólogos mantienen la equivalencia entre el pleistoceno y el paleolítico, por medio de la introducción de una Edad mesolítico, a la cual le asignan algunas de las reliquias arqueológicas posglaciales de países como Gran Bretaña y los del noroeste de Europa en general, que sólo fueron afectados por la revolución neolítica mucho tiempo después de la terminación de la Edad de Hielo. Entonces, al período mesolítico le serían asignadas aquellas reliquias posteriores al pleistoceno geológico; pero anteriores al comienzo local de la Edad neolítica. Como la Edad Mesolítica sería, en el dominio económico, una simple continuación del modo de vida de la Edad paleolítica, nos ha parecido inútil complicar el cuadro, en este libro, con un período mesolítico. Teniendo cuidado de que la mente del lector se encuentre libre de prejuicios, no identificando las "edades" con períodos de tiempo universal, el tratamiento que se hace en los siguientes capítulos no conducirá a conclusiones erróneas.

Tal vez es conveniente hacer una última advertencia. Se ha descrito a los salvajes contemporáneos como si vivieran actualmente en la Edad de Piedra. En efecto, ellos no han progresado más allá de una economía de la Edad de piedra. Pero esto no justifica la suposición de que los hombres de la Edad de Piedra, que vivieron en Europa o en el Cercano Oriente hace 6000 ó 20000 años, hayan observado la misma clase de normas sociales y rituales, hayan abrigado las mismas creencias, o hayan organizado sus relaciones familiares de acuerdo con los mismos lineamientos de los pueblos modernos que se encuentran en un nivel comparable del desarrollo económico. Es verdad que los bosquimanos de África del Sur, los esquimales de la región ártica de América y los arunta del centro de Australia, adquieren sus alimentos de la misma manera que los hombres de la Edad de Hielo en Europa. Sus aprestos materiales, y aun su arte, son con frecuencia notablemente semejantes a los que conocemos de los auriñacienses o de los magdalenienses, en la Europa glacial. Un estudio de los procedimientos seguidos por estos salvajes modernos para hacer sus utensilios y de la manera como los emplean, es una guía ilustrativa y, probablemente, segura de las técnicas y habilidades de nuestros remotos antecesores. El examen de los hábitos de los esquimales es el mejor camino para entender cómo vivían los hombres bajo las condiciones reinantes en Europa durante las Edades de Hielo.

Pero podemos ser incitados a ir más adelante y ver en las instituciones, ritos y creencias de los salvajes, la imagen viviente de aquellos aspectos de la vida y cultura prehistóricos sobre los cuales la arqueología guarda inevitablemente silencio. La perspectiva es tentadora; pero el lector no se debe engañar por sus atractivos. ¿Acaso por el hecho de que la vida económica y la cultura material de estas tribus se ha "detenido" en una etapa del desarrollo por la cual pasaron los europeos hace 10000 años, se concluye que su desenvolvimiento mental se ha detenido por completo en el mismo punto?

Los arunta están satisfechos con un equipo muy simple, el cual, sin embargo, es suficiente para suministrarles alimento y abrigo en el medio ambiente australiano. Su equipo material se encuentra, en gran medida, al mismo nivel técnico y, en muchos puntos, es idéntico al de los cazadores de la Edad Paleolítica en Europa y en el norte de África. Pero los arunta observan (para nosotros) normas más complicadas para la regulación del matrimonio y el reconocimiento del parentesco; ejecutan ceremonias muy elaboradas y, con frecuencia, muy dolorosas, con propósitos mágico-religiosos; profesan una mezcla de creencias misteriosas e incoherentes, acerca de los totems, animales, ancestros y espíritus. Con seguridad, sería precipitado el considerar tales normas sociales, ceremonias y creencias, como una herencia no contaminada de la "primitiva condición del hombre".

¿Por qué atribuimos tales ideas y prácticas a los hombres de la Edad de Piedra de hace 20000 años? ¿Por qué suponemos que, cuando los arunta crearon una cultura material adaptada a su medio ambiente, a la vez dejaron de pensar para siempre? Ellos pueden haber seguido pensando tanto o más que nuestros antecesores culturales, aun cuando sus pensamientos hayan seguido trayectorias diferentes y no los hayan conducido a los mismos resultados prácticos, a las ciencias aplicadas y a la aritmética, sino que los hayan mantenido en lo que nosotros consideramos como callejones sin salida de la superstición. Además, pueden haber estado expuestos a las influencias de las grandes civilizaciones, cuyo intercambio comercial se ha filtrado hasta los más apartados rincones de la Tierra, en los últimos 5000 años. Algunos etnógrafos pretenden que, por lo menos, se reconozcan en la cultura material, en la organización social y en la religión de los australianos, elementos e ideas adquiridos y adaptados de los pueblos más avanzados del Viejo Mundo.

Otras tribus muy primitivas parecen haber perdido elementos de cultura que ya habían poseído antes. Los bosquimanos del África del Sur fueron una estirpe sumamente desafortunada, a la cual arrojaron hacia tierras desérticas, pobres y áridas, otros pueblos más poderosos, como el bantú. En su nuevo medio ambiente desfavorable, las artes que antes practicaban pueden haber sido abandonadas y olvidadas. El hallazgo de multitud de viejos cacharros, sugiere que los ancestros de los bosquimanos fabricaban antes objetos de cerámica, que ahora ya no hacen. Al mismo tiempo, las instituciones sociales y las creencias religiosas se pueden haber desintegrado y tergiversado. Entonces, se trata de un grupo empobrecido, y no de un grupo primitivo.

La suposición de que cualquier tribu salvaje actual es primitiva, en el sentido de que su cultura refleja fielmente la de hombres mucho más antiguos, es una suposición gratuita. Podemos invocar frecuentemente las ideas y prácticas de los salvajes contemporáneos, para ilustrar el modo como los pueblos antiguos, sólo conocidos por la arqueología, ejecutaban ciertas cosas o las interpretaban. Pero, salvo en la medida en que se utilicen las prácticas y creencias modernas, como simples glosas o comentarios de los objetos, construcciones u operaciones antiguos, realmente observados, este empleo es ilegítimo. Los pensamientos y las creencias de los hombres prehistóricos han perecido irrevocablemente, salvo en tanto que fueron expresados en acciones cuyos resultados han sido duraderos y han podido ser rescatados por la pala del arqueólogo.

NOTAS

1. Deberíamos hacer una distinción entre los instintos y los actos reflejos; pero ello implicaría aquí la introducción de diferencias sutiles, que carecen de importancia para nuestra argumentación inmediata.

2. Leakey, Adam's Ancestors, p. 224

la revolución urbana, por gordon childe

original en tiwanakuarcheonet
por alvaro higueras (c)

The Urban Revolution, V. Gordon Childe.

Town Planning Review, vol. 21, 1950, pp. 3-17.
© Town Planning Review.

El texto original en inglés sigue a la traducción

NOTA para la lectura de Childe

Este texto es de 1950. Por lo tanto encontrará aseveraciones que le serán extrañas, como el hecho que para entonces no se hubiera excavado ningún centro urbano Maya. En efecto, los grandes estudios de Baton Ramie, Tikal y Chichen Itzá y Copán se haría a partir de los años 60.



EL CONCEPTO de la "ciudad" es especialmente difícil de definir. El objetivo del actual ensayo es presentar la ciudad históricamente -- o mejor dicho prehistóricamente -- como el resultado y el símbolo de una " revolución " que inició una nueva etapa económica en la evolución de la sociedad. La palabra revolución no se debe por supuesto tomar como denotar una catástrofe violenta repentina; aquí se utiliza para denotar la culminación de un cambio progresivo en la estructura económica y la organización social de las comunidades que causaron, o fue acompañada por, un aumento dramático en la población afectada -- un aumento que aparecería como una fuerte curva en un gráfico de la población para algún caso en que hubieran datos disponibles. Una curva tal es observable a la hora de la revolución industrial en Inglaterra. Aunque son no demostrables estadísticamente, cambios comparables en la tendencia de la curva deben haber ocurrido en dos puntos anteriores en la historia demográfica de Gran Bretaña y de otras regiones. Aunque quizás menos agudos y menos durables, éstos deben indicar también cambios igualmente revolucionarios en economía. Pueden entonces ser observados además como transiciones entre etapas en el desarrollo económico y social.

Los sociólogos y etnógrafos del siglo pasado clasificaron a las sociedades pre-industriales existentes en una jerarquía de tres etapas evolutivas, respectivamente "Salvajismo", "Barbarie " y "Civilización." Definidos por criterios convenientemente seleccionados, la jerarquía lógica de etapas se puede transformar en una secuencia temporal de edades, demostrada arqueológicamente en la misma secuencia donde quiera que ocurran. Salvajismo y Barbarie son reconocidos convenientemente y definidos apropiadamente por los métodos adoptados para procurarse alimentos. Los salvajes viven exclusivamente de alimento silvestre obtenido por recolección, caza o pesca. Los bárbaros, por el contrario, complementan estos recursos silvestres cultivando las plantas comestibles y -- en el Viejo Mundo al norte del trópico -- también criando los animales para alimentarse.

A través del período Pleistoceno -- la edad paleolítica de los arqueólogos -- todas las sociedades humanas conocidas eran salvajes en el sentido precedente, y algunas tribus salvajes han sobrevivido en regiones apartadas hasta hoy. La barbarie en el registro arqueológico comenzó hace menos de diez mil años con la edad neolítica de arqueólogos. Representa así una etapa más tardía, así como más compleja, que el salvajismo. La etapa de civilización no se puede definir en términos tan simples. Etimológicamente la palabra está conectado con la "ciudad", y de hecho la vida en ciudades comienza en esta etapa. Pero la "ciudad " es en sí mismo ambiguo y los arqueólogos prefieren utilizar la "escritura " como criterio de la civilización; debe ser fácilmente reconocible y demuestra ser un índice confiable a características más profundos. Notan, sin embargo, que decir una población para a ser civilizada o que sabe leer y escribir, no implica que todos sus miembros pueden leer y escribir, ni que vivieron todos en ciudades. No hay caso registrado de una comunidad de salvajes que se civilizan, adoptando vida urbana o inventando una escritura. Donde quiera que se hayan construido ciudades, las aldeas de los agricultores analfabetos existieron previamente (excepto quizás donde una gente ya civilizada ha colonizado zonas deshabitadas). Así, la civilización, donde quiera y siempre que se presentara, sucedió a la barbarie.

Hemos visto que una revolución como la definimos aquí se debe reflejar en la estadística de la población. En el caso de la Revolución Urbana el aumento fue considerado principalmente por la multiplicación de los números de las personas que vivían juntos, es decir, en una sola área urbanizada. Las primeras ciudades representaron asentamientos de tamaños sin hasta precedente. Por supuesto no es sólo el tamaño que constituyó su carácter distintivo. Encontraremos que en relación a estándares modernos aparecían ridículamente pequeñas y puede ser que encontráramos aglomeraciones de población hoy a cuál tendría que la definición de ciudad no podría aplicarse. Con todo, cierto tamaño del asentamiento y la densidad de la población es una característica esencial de la civilización.

Ahora la densidad de la población es determinada por el suministro de alimentos que a su vez es limitado por los recursos naturales, las técnicas para su explotación y el medio de transporte y de preservación de alimentos disponible. Estos factores han demostrado ser variables en el curso de la historia humana, y la técnica de obtener el alimento se ha utilizado ya para distinguir las etapas consecutivas llamadas salvajismo y barbarie. Bajo la economía de recolección del salvajismo la población era siempre demasiado escasa. En América aborigen la capacidad de carga [carrying capacity] de la tierra normal no mejorada parece haber sido entre .05 al .10 por milla cuadrada. Solamente bajo condiciones excepcionalmente favorables, las tribus pesqueras de la costa Noroeste sobre el Pacífico logran densidades de más de un ser humano por milla cuadrada. Por lo que podemos conjeturar del restos desaparecidos, las densidades demográficas en Europa paleolítica y preneolítica eran menos que el americano normal. Por otra parte tales cazadores y colectores viven generalmente en pequeñas bandas trashumantes. En el mejor de los casos varias bandas pueden venir juntas por períodos sumamente breves en ocasiones ceremoniales tales como los "corroborrees" australianos. Solamente en regiones excepcionalmente favorecidas pueden las tribus pescadoras establecen asentamientos como aldeas. Algunos asentamientos en las costas del Pacífico abarcaron mas o menos treinta casas substanciales y durables, albergando a grupos de varios cientos personas. Pero incluso estas aldeas fueron ocupadas solamente durante el invierno; para el resto del año sus habitantes se dispersaron en grupos más pequeños. No se ha encontrado nada comparable en épocas pre-neolíticas en el Viejo Mundo.

La Revolución Neolítica permitió ciertamente el crecimiento de la población y aumentó enormemente la capacidad de carga de la tierra adecuada al cultivo. En las islas del Pacífico las sociedades neolíticas tienen hoy una densidad de 30 o más personas por milla cuadrada. En Norteamérica precolombina, sin embargo, donde la tierra no es restringida obviamente por mares circundantes, la densidad máxima registrada es poco menos que de 2 por milla cuadrada.

Los agricultores del Neolítico podrían vivir por supuesto, y ciertamente lo hicieron, juntos en aldeas permanentes, aunque, debido a la economía rural extravagante practicada las aldeas tuvieron que ser cambiadas de lugar por lo menos cada veinte años, a menos que las campos fueran irrigados. Pero en conjunto el crecimiento de la población no fue reflejado tanto en la ampliación de cada asentamiento como en una multiplicación de asentamientos. En etnografía las aldeas neolíticas pueden jactarse solamente a algunos cientos habitantes (un par de "pueblos" en Nuevo México albergan a unos mil habitantes, pero quizás no pueden ser considerados como del neolítico). En Europa prehistórica la aldea neolítica más grande, hasta ahora, es Barkaer en Jutlandia, abarcaba 52 viviendas pequeñas de un ambiente, pero de 16 a 30 casas eran una figura más normal; el grupo habitacional promedio en época neolítica será de 200 a 400 miembros.

Estas figuras bajas son por supuesto el resultado de limitaciones técnicas. En ausencia de vehículos y de caminos para el transporte de la abultada cosecha, las poblaciones tuvieron que vivir a corta y fácil distancia de los cultivos. Al mismo tiempo la economía rural normal de la edad neolítica, qué ahora se llama roza y quema, condena a mucho más de mitad de la tierra de cultivo a quedar en barbecho de modo que se requirió áreas muy extensas. Tan pronto como la población de un asentamiento superara el número que se podrían sustentar de la tierra disponible, la población en excedente tuvo que moverse y encontrar un nuevo asentamiento.

La Revolución Neolítica tuvo otras consecuencias junto al aumento de la población, y su explotación [de la población] pudo al final ayudar al aumento del excedente. La nueva economía permitía, y de hecho requería, al agricultor producir cada año más alimento que necesario y guardarlo para mantenerse a él y su familia viva. En otras palabras hizo posible la producción regular de un excedente social. Debido al bajo rendimiento de la técnica neolítica, el excedente producido era insignificante al principio, pero podría ser aumentado hasta que exigió una reorganización de la sociedad.

Ahora en cualquier sociedad de la Edad de Piedra, Paleolítico o Neolítico, salvaje o bárbaro, todos pueden por lo menos en teoría fabricar las pocas herramientas imprescindibles, los paños modestos y los ornamentos simples cada uno requiere. Pero cada miembro de la comunidad local, no descalificado por edad, debe contribuir activamente y personalmente al suministro de alimentos comunal cazando, pescando, cultivando un huerto o pastoreando. Mientras éste sistema perdura, no puede haber especialistas a tiempo completo, ninguna persona ni clase de personas que dependan para su sustento del alimento producido por otros y obtenido en el intercambio de mercancías materiales o inmateriales o servicios.

Encontramos de hecho hoy en día entre los bárbaros de la Edad de Piedra e incluso salvajes artesanos expertos (por ejemplo picadores de pedernal entre los Ona de Tierra del Fuego), hombres que claman ser expertos en magia, e incluso jefes. En Europa Paleolítico también hay cierta evidencia de magos e indicaciones de jefaturas en épocas pre-neolíticas. Pero observando con cuidado descubrimos que estos expertos no son hoy especialistas a tiempo completo. El pica piedra del Ona debe pasar la mayoría de tiempo cazando; él sólo agrega a su dieta y a su prestigio haciendo puntas de flecha para clientes que lo recompensan con dádivas. Igualmente, un jefe de precolombino, aunque con derecho a los regalos acostumbrados y a los servicios de sus seguidores, debe sin embargo conducir personalmente expediciones de caza y de pesca y podía mantener su autoridad solamente por su industria y valor en estos eventos. Ocurre lo mismo en sociedades bárbaras que todavía están en la etapa neolítica, como la Polinesia donde la industria en cultivar un huerto toma el lugar del valor en la caza. La razón es que no habrá simplemente suficiente alimento para subsistir a menos que cada miembro del grupo contribuya a la producción. El excedente social no es bastante grande alimentar bocas ociosas.

La división social del trabajo, excepto esos rudimentos impuestos por edad y el sexo, es así imposible. Por le contrario, en la comunidad de empleo, la absorción común en la obtención del alimento por los dispositivos similares garantiza cierta solidaridad al grupo. Pues la cooperación es esencial para asegurar el alimento y abrigo y para la defensa contra enemigos, humano y no humanos. Esta identidad de intereses y de necesidades económicas es repetida y magnificada por la identidad de la lengua, de costumbres y de creencias; una rígida conformidad se hace cumplir con tanta eficacia como el empeño en la búsqueda común de alimento. Pero conformidad y cooperación industriosa no necesitan de la organización del estado para mantenerlos. El grupo local consiste generalmente en un solo clan (las personas que creen descender de un antepasado común y que han obtenido un reclamo místico a tal descendencia por adopción ceremonial) o un grupo de clanes relacionados por matrimonio común entre ellos. Y el sentimiento del parentesco es reforzado o suplido por ritos comunes concentrados en cierto altar ancestral o lugar sagrado. La arqueología no puede proporcionar ninguna evidencia para la organización del parentesco, pero los altares ocuparon el lugar central en aldeas de Mesopotamia antes de la escritura, y el túmulo alargado, una tumba colectiva que domina el sitio presumido de la mayoría de las aldeas neolíticas en Gran Bretaña, puede haber sido también el altar ancestral en el cual convergieron las emociones y las actividades ceremonial de los aldeanos del pueblo. Sin embargo, la solidaridad así idealizada y simbolizada concretamente, realmente se basa en los mismos principios que el de una jauría de lobos o de una manada de ovejas; Durkheim la ha llamó "mecánica."

Ahora entre algunos bárbaros avanzados (por ejemplo los tatuadores o talladores de madera entre los maorí) todavía con tecnología neolítica encontramos artesanos expertos con tendencia hacia el estatus de profesionales a tiempo completo, pero solamente al costo de apartarse de la comunidad local. Si ninguna aldea puede producir excedente bastante grande para alimentar a un especialista a tiempo completo todo el año, cada uno debe producir suficiente para mantenerlo una semana o más. Viajando de aldea a aldea un experto pudo haber vivido enteramente de sus trabajos. Tales artesanos itinerantes perderían su calidad de miembros del grupo de parentesco sedentario. Podrían acabar formando una organización análoga propia -- un clan de artesanos, que, si se mantiene hereditario, puede convertirse en una casta, o, si recluta sus miembros principalmente por adopción (el aprendizaje en la antigüedad y de la Edad Media era apenas adopción temporal), puede convertirse en un gremio. Pero tales especialistas, por la emancipación de los lazos de parentesco, también han perdido la protección de la organización del parentesco que solamente durante la Barbarie, garantizaba a sus miembros seguridad de persona y de propiedad. La sociedad debe reorganizarse para acomodarles y para protegerles.

En prehistoria la especialización del trabajo comenzó probablemente con los expertos ambulantes similares. La prueba arqueológica es difícil de esperar, pero en etnografía los metalurgos son especialistas casi siempre a tiempo completo. Y en Europa al principio de la Edad de Bronce el metal parece haber sido trabajado y abastecido por herreros ambulantes que se parecen haber funcionado como latoneros chapuceros y otros ambulantes de épocas mucho más recientes. Aunque no hay tal evidencia positiva, igual sucedió probablemente en Asia al principio de la metalurgia. Debe por supuesto haber habido además otros artesanos especialistas que, como el ejemplo de Polinesia advierte, los arqueólogos no podrían reconocer porque trabajaron en materiales perecederos. Un resultado de la Revolución Urbana será rescatar a tales especialistas del nomadismo y garantizarles seguridad en una nueva organización social.

Hace aproximadamente 5.000 años el cultivo por irrigación (combinada con ganadería y pesca) en los valles del Nilo, del Tigris Euphrates y el Indus había comenzado a rendir un excedente social, bastante grande para apoyar a un número de especialistas residentes que fueron exentos de la producción de alimentos. Transporte por ríos, suplido en Mesopotamia y el valle del Indus por los vehículos con ruedas e aun en Egipto por los animales de carga, hizo fácil de recolectar alimentos en algunos centros. Al mismo tiempo la dependencia del agua de río para la irrigación de los cultivos restringió las áreas cultivables mientras que la necesidad de canalizar las aguas y de proteger viviendas contra las inundaciones anuales impulsó la agregación de la población. Así surgieron las primeras ciudades -- unidades del asentamiento diez veces más grandes que cualquier aldea neolítica conocida. Puede ser propuesto que todas las ciudades en el Viejo Mundo son vástagos de las de Egipto, de Mesopotamia y de la cuenca del Indus. Este último no necesita ser considerado si se usa una definición mínima de civilización debe ser deducida de una comparación de sus manifestaciones independientes.

Pero unos tres milenios más tarde surgieron las ciudades en América Central, y es imposible probar que los Maya debieron cualquiera de sus avances directamente a las civilizaciones urbanas del Viejo Mundo. Sus logros deben por lo tanto ser considerados en nuestra comparación, y su inclusión complica seriamente la tarea de definir las condiciones previas esenciales para la Revolución Urbana. En el Viejo Mundo la economía rural que rindió el excedente se basó en el cultivo de cereales combinados con ganadería. Pero esta economía había sido hecha más eficiente como resultado de la adopción de la irrigación (que permite el cultivo sin períodos prolongados del barbecho) y de importantes invenciones y descubrimientos -- metalurgia, el arado, el barco a vela y la rueda. Los Maya no conocían ninguno de estos dispositivos; no criaron ningún animal para leche o carne; aunque cultivaron el maíz, utilizaron la misma técnica de roza y quema que los agricultores Neolíticos en Europa prehistórica o en las islas del Pacífico de hoy. Por lo tanto la definición mínima de una ciudad, el factor común más grande al Viejo y Nuevo Mundo, será reducida substancialmente y empobrecida por la inclusión de los Maya. Sin embargo, diez criterios algo abstractos, todos deducibles de los datos arqueológicos, sirven para distinguir incluso las ciudades más tempranas de cualquier aldea más antigua o contemporánea.

Respecto al tamaño las primeras ciudades deben haber sido más extensas y pobladas más densamente que cualquier asentamiento anterior, aunque considerablemente más pequeñas que muchas aldeas de hoy. Es de hecho solamente en Mesopotamia y la India que las primeras poblaciones urbanas pueden ser estimadas con alguna confianza o precisión. Allí las excavaciones han sido suficientemente extensas e intensivas para revelar el área total y la densidad de la construcción en barrios muestreados y en ambos respectos han revelado correlación con ciudades orientales menos industrializadas de hoy. La población de las ciudades sumerias, así calculada, era entre 7.000 y 20.000; Harappa y Mohenjo-Daro en el valle del Indus deben haberse aproximado a la cifra más elevada. Podemos solamente deducir que las ciudades egipcias y maya eran de magnitud comparable por la escala de trabajos públicos, ejecutada probablemente por las poblaciones urbanas.

En la composición y función la población urbana se diferenció pronto de la de cualquier aldea. La mayoría de los ciudadanos seguían siendo campesinos, cosechando las tierras y las aguas adyacente a la ciudad. Pero todas las ciudades deben haber albergado además las clases que no se procuraban su propio alimento por la agricultura, ganadería, pesca o recolección -- los especialistas artesanos, los trabajadores del transporte, los comerciantes, los funcionarios y los sacerdotes, todos a tiempo completo. Todo ellos eran por supuesto mantenidos por el excedente producido por los campesinos que vivían en la ciudad y en aldeas dependientes, pero no se aseguraban su parte intercambiando directamente sus productos o servicios por granos o pescado con campesinos individuales.

Cada productor primario pagó sobre el minúsculo excedente que podía producir del suelo con sus herramientas muy limitadas como diezmo o impuesto a un deidad imaginaria o a un rey divino que acumulaba así el excedente. Sin esta acumulación, debido a la baja productividad de la economía rural, no habría capital eficaz disponible.

Edificios públicos verdaderamente monumentales no sólo distinguían cada ciudad de cualquier aldea sino que también simbolizaban la concentración del excedente social. Cada ciudad sumeria era desde el principio dominada por uno o más templos majestuosos, situado en un lugar central se ubicó una plataforma del ladrillo levantada más alta que las viviendas circundantes y conectada generalmente con una montaña artificial, la torre o el ziggurat. Pero unidos a los templos, estaban los talleres y los almacenes, y un dependencia importante de cada templo principal era un gran granero. Harappa, en la cuenca del Indus, fue dominado por un ciudadela artificial, ceñido con un terraplén masivo de ladrillos cocidos en horno, conteniendo probablemente un palacio y dominando un enorme granero y los cuarteles de artesanos. No se ha excavado ningún templo ni palacio temprano en Egipto, pero el valle del Nilo estuvo dominado por las tumbas gigantescas de los faraones divinos mientras que los registros administrativos mencionan la existencia de graneros reales. Finalmente las ciudades Maya se conocen casi exclusivamente de los templos y de las pirámides de piedra esculpida que las dominaron.

Por lo tanto en Sumer el excedente social era de hecho concentrado primero en manos de un dios y almacenado en su granero. Esto era probablemente igual en América Central mientras que en Egipto el faraón (rey) era sí mismo un dios. Pero por supuesto las deidades imaginarios fueron servidos por los sacerdotes quienes, además de ritos elaborados y a menudo sanguinarios de la celebración en su honor, administraron las propiedades terrenales de sus amos divinos. En Sumer de hecho el dios muy pronto, si no incluso antes de la revolución, compartió su abundancia y energía con un virrey mortal, el "Rey de la Ciudad" quién actuaba como gobernante civil y líder en la guerra. El faraón divino fue asistido naturalmente por una amplia jerarquía de funcionarios.

Todos aquellos no implicados en la producción de alimentos fueron por supuesto mantenidos en primera instancia por el excedente acumulado en el templo o graneros reales y eran así dependientes del templo o corte. Pero naturalmente los sacerdotes, los líderes civiles y militares y los funcionarios absorbieron una parte importante del excedente acumulado y formaron así una " clase gobernante". Al contrario de un mago del Paleolítico o de un jefe del Neolítico, estaban, tal como lo dijo un escriba egipcio, "exento de toda tarea manual." Por otra parte, las clases más bajas eran no solamente garantizadas paz y seguridad, pero fueron relevadas de tareas intelectuales que muchos hallaban más molesto que cualquier trabajo físico. Además de tranquilizar las masas asegurando que el sol iba a amanecer el día siguiente y el río inundaría otra vez el año próximo (la gente que no tiene cinco mil años de experiencia de observar fenómenos naturales realmente se preocupa de tales asuntos!), las clases gobernantes confirieron beneficios substanciales a sus sujetos en temas de planeamiento y de organización.

[Estas sociedades] estaban forzadas a inventar sistemas de registro y ciencias exactas, pero eminentemente prácticas. La mera administración de los extensos tributos de un templo sumerio o de un faraón egipcio por una vitalicia corporación de sacerdotes o de funcionarios obligó a sus miembros a idear los métodos convencionales de registro que debían ser inteligibles a todos sus colegas y sucesores, es decir, inventar sistemas de la escritura y de numeración. La escritura es así una significativa, así como una conveniente, marca de la civilización. Pero mientras que la escritura es un rasgo común a Egipto, a Mesopotamia, al valle del Indus y a América Central, los caracteres mismos eran diferentes en cada región así como lo eran los materiales normales de la escritura -- papiro en Egipto, arcilla en Mesopotamia. Los sellos o estelas grabados que proporcionan la única amplia evidencia para la escritura temprana del Indus y Maya, representan más que los vehículos normales para la escritura que los documentos comparables de Egipto y de Sumer.

La invención de la escritura -- o más bien las invenciones de escrituras -- proveyó el tiempo libre a funcionarios para proceder a la elaboración de las ciencias exactas y proféticas -- aritmética, geometría y astronomía. Obviamente beneficioso y atestiguado explícitamente por los documentos egipcios y Maya era la determinación correcta del año tropical y de la creación de un calendario. Estos permitieron a los gobernantes regular con éxito el ciclo de operaciones agrícolas. Pero una vez más los calendarios egipcio, Maya y babilónicos eran tan diferentes como algunos sistemas basados en una sola unidad natural podrían ser. Las ciencias del calendario y matemáticas son características comunes de las civilizaciones más tempranas y son también el corolario del criterio de los arqueólogos, la escritura.

Otros especialistas, apoyados por el excedente social acumulado, dieron una nueva dirección a la expresión artística. Los salvajes incluso en época Paleolítica habían intentado, a veces con éxito asombroso, representar animales e incluso a hombres como los vieron -- concreta y naturalmente. Los agricultores neolíticos nunca hicieron eso; intentaron apenas siempre representar objetos naturales, pero prefirieron simbolizarlos por los patrones geométricos abstractos que en la mayoría pueden sugerir por algunos rasgos un hombre o una bestia o una planta fantastica. Pero los artistas-artesanos egipcios, sumerios, del Indus y Maya -- los escultores, los pintores, o grabadores de sellos a tiempo completo -- comenzaron una vez más a tallar, a modelar o a dibujar semejanzas de personas o de cosas, pero no más con el naturalismo primitivo del cazador, pero con estilos conceptuados y sofisticados diferentes en cada uno de los cuatro centros urbanos.

Otra parte del excedente social concentrado fue utilizada para pagar la importación de materias primas, necesitadas por la industria o el culto y no disponible localmente. Rutas de intercambio "foráneo" regulares sobre distancias muy largas eran una característica de todas las civilizaciones tempranas y, aunque común entre bárbaros más tarde, no se atestiguan ciertamente en el Viejo Mundo antes de 3.000 a.C. ni en el Nuevo Mundo antes del "imperio" Maya. Las rutas de comercio regulares se extendieron desde Egipto por lo menos hasta Biblos en la costa siria mientras que Mesopotamia fue conectada por comercio con el valle del Indus. Mientras que los objetos del comercio internacional eran al principio objetos de "lujo", incluyeron ya materias primas industriales, en el Viejo Mundo metal mientras que el Nuevo Mundo era obsidiana. A este grado las primeras ciudades eran dependientes para sus materias primas en el comercio a larga distancia, como la aldea neolítica nuca lo fue.

Así en la ciudad, los artesanos especialistas eran provistos de las materias primas necesarias para el empleo de sus habilidades y también garantizaron seguridad en una organización del estado basada ahora en residencia más que en parentesco. Ser itinerante no era más obligatorio. La ciudad era una comunidad a la cual un artesano podría pertenecer política así como económicamente.

Sin embargo, para reciprocar la seguridad llegaron a ser dependientes en el templo o la corte y fueron relegados a las clases más bajas. Las masas campesinas ganaron incluso menos ventajas materiales; en Egipto, por ejemplo, el metal no substituyó la vieja piedra y las herramientas de madera para el trabajo agrícola. Pero, quizás imperfectamente, incluso las comunidades urbanas más tempranas deben haberse ligadas por una clase de solidaridad que no existía en cualquier aldea neolítica. Los campesinos, los artesanos, los sacerdotes y los gobernantes forman a una comunidad, no solamente por causa de la identidad de la lengua y de la creencia, pero también porque cada uno realiza funciones mutuamente complementarias, necesarias para el bienestar (según lo redefinido bajo civilización) del conjunto. De hecho las ciudades más tempranas ilustran una primera aproximación a una solidaridad orgánica basada sobre una complementariedad funcional y la interdependencia entre todos sus miembros como ocurre entre las células constitutivas de un organismo. Por supuesto esto es solamente una aproximación muy distante. No obstante la necesaria acumulación del excedente dependía realmente de las fuerzas de la producción existentes, aparecía un conflicto incipiente de los intereses económicos entre la pequeña clase gobernante, que anexó la mayoría del excedente social, y la mayoría extensa que fue dejada con lo mínimo necesario para subsistir y fue excluida de las ventajas espirituales de la civilización. Así la solidaridad tenía todavía que ser mantenida por los dispositivos ideológicos apropiados a la solidaridad mecánica de la Barbarie según lo expresado en la preminencia del templo o del altar sepulcral, y ahora suplida por la fuerza de la nueva organización del estado. No había lugar para escépticos o sectarios en las ciudades tempranas.

Estos diez rasgos agotan los factores comunes a las ciudades tempranas que la arqueología puede detectar, ayudada en el mejor de los casos por fuentes escritas fragmentarias y a menudo ambiguas. Ningun elemento específico de planeamiento urbano, por ejemplo, puede ser probado como característica de estas ciudades; porque por un lado las ciudades egipcias y Maya todavía no se han excavado; por otro lado, las otras aldeas neolíticas fueron a menudo amuralladas, un sistema elaborado de alcantarillas drenó la aldea de Orcadian de Skara Brae; casas de dos pisos fueron construidos en pueblos de precolombinos, etc.

Los factores comunes son bastante abstractos. Concretamente, las civilizaciones egipcia, sumeria, del Indus y Maya eran tan diferentes como los planes de sus templos, los caracteres de sus escrituras y de sus convenciones artísticas. En vista de esta divergencia y porque no hay hasta ahora evidencia para una prioridad temporal de un centro del Viejo Mundo (por ejemplo, Egipto) sobre el resto ni para contactos entre América Central y ningún otro centro urbano, las cuatro revoluciones apenas consideradas pueden considerarse como mutuamente independientes. Por el contrario, todas las civilizaciones más tardías en el Viejo Mundo se pueden ver como descendientes lineales de las de Egipto, de Mesopotamia o del Indus.

Pero éste no era un caso reproducir organizaciones similares. Las civilizaciones marítimas de la Edad de Bronce de Creta o Grecia clásica por ejemplo, por no decir nada de la nuestra, se diferencian más de sus supuestos antepasados que entre ellas mismas. Pero las revoluciones urbanas que les dieron nacimiento no empezaron de la nada. Podrían haber tomado y seguramente lo hicieron de los avances y progresos acumulados en los tres centros primarios. Eso es la más obvio del caso del bagaje cultural. Hoy seguimos usando el calendario de los egipcios y las divisiones del día y la hora sumerias. Nuestros antepasados europeos no tuvieron que inventar ellos mismos estas divisiones del tiempo ni repetir las observaciones en las cuales se basan; simplemente los tomaron -- y mejoraron sólo un poco los sistemas elaborados hace 5.000 años! Pero lo mismo puede ser cierto también del bagaje material. Los egipcios, los sumerios y la gente de Indus habían acumulado reservas extensas de excedentes de alimento. Al mismo tiempo tuvieron que importar las materias primas necesarias del extranjero, como metales y madera de construcción así como objetos suntuarios o de "lujo". Las comunidades que controlaban estos recursos naturales podían reclamar una tajada del excedente urbano. Podían utilizarlo como el capital para apoyar a especialistas a tiempo completo - artesanos o gobernantes -- hasta que los logros de estos últimos en tecnología y organización hubiera enriquecido tanto las economías bárbaras les permitiría a su vez producir también un excedente substancial.



THE CONCEPT of "city" is notoriously hard to define. The aim of the present essay is to present the city historically -- or rather prehistorically -- as the resultant and symbol of a "revolution" that initiated a new economic stage in the evolution of society. The word revolution must not of course be taken as denoting a sudden violent catastrophe; it is here used for the culmination of a progressive change in the economic structure and social organisation of communities that caused, or was accompanied by, a dramatic increase in the population affected -- an increase that would appear as an obvious bend in the population graph were vital statistics available. Just such a bend is observable at the time of the Industrial Revolution in England. Though not demonstrable statistically, comparable changes of direction must have occurred at two earlier points in the demographic history of Britain and other regions. Though perhaps less sharp and less durable, these too should indicate equally revolutionary changes in economy. They may then be regarded likewise as marking transitions between stages in economic and social development.

Sociologists and ethnographers last century classified existing pre-industrial societies in a hierarchy of three evolutionary stages, denominated respectively "savagery," "barbarism" and "civilisation." If they be defined by suitably selected criteria, the logical hierarchy of stages can be transformed into a temporal sequence of ages, proved archaeologically to follow one another in the same order wherever they occur. Savagery and barbarism are conveniently recognized and appropriately defined by the methods adopted for procuring food. Savages live exclusively on wild food obtained by collecting, hunting or fishing. Barbarians on the contrary at least supplement these natural resources by cultivating edible plants and -- in the Old World north of the Tropics -- also by breeding animals for food.

Throughout the Pleistocene Period -- the Palaeolithic Age of archaeologists -- all known human societies were savage in the foregoing sense, and a few savage tribes have survived in out of the way parts to the present day. In the archaeological record barbarism began less than ten thousand years ago with the Neolithic Age of archaeologists. It thus represents a later, as well as a higher stage, than savagery. Civilization cannot be defined in quite such simple terms. Etymologically the word is connected with "city," and sure enough life in cities begins with this stage. But "city" is itself ambiguous so archaeologists like to use "writing" as a criterion of civilization; it should be easily recognizable and proves to be a reliable index to more profound characters. Note, however, that, because a people is said to be civilized or literate, it does not follow that all its members can read and write, nor that they all lived in
cities. Now there is no recorded instance of a community of savages civilizing themselves, adopting urban life or inventing a script. Wherever cities have been built, villages of preliterate farmers existed previously (save perhaps where an already civilized people have colonized uninhabited tracts). So civilization, wherever and whenever it arose, succeeded barbarism.

We have seen that a revolution as here defined should be reflected in the population statistics. In the case of the Urban Revolution the increase was mainly accounted for by the multiplication of the numbers of persons living together, i.e., in a single built-up area. The first cities represented settlement units of hitherto unprecedented size. Of course it was not just their size that constituted their distinctive character. We shall find that by modern standards they appeared ridiculously small and we might meet agglomerations of population today to which the name city would have to be refused. Yet a certain size of settlement and density of population, is an essential feature of civilization.

Now the density of population is determined by the food supply which in turn is limited by natural resources, the techniques for their exploitation and the means of transport and food-preservation available. The last factors have proved to be variables in the course of human history, and the technique of obtaining food has already been used to distinguish the consecutive stages termed savagery and barbarism. Under the gathering economy of savagery population was always exceedingly sparse. In aboriginal America the carrying capacity of normal unimproved land seems to have been from .05 to .10 per square mile. Only under exceptionally favourable conditions did the fishing tribes of the Northwest Pacific coast attain densities of over one human to the square mile. As far as we can guess from the extant remains, population densities in Paleolithic and preneolithic Europe were less than the normal American. Moreover such hunters and collectors usually live in small roving bands. At best several bands may come together for quite brief periods on ceremonial occasions such as the Australian corroborrees. Only in exceptionally favoured regions can fishing tribes establish anything like villages. Some settlements on the Pacific coasts comprised thirty or so substantial and durable houses, accommodating groups of several hundred persons. But even these villages were only occupied during the winter; for the rest of the year their inhabitants dispersed in smaller groups. Nothing comparable has been found in pre-neolithic times in the Old World.

The Neolithic Revolution certainly allowed an expansion of population and enormously increased the carrying capacity of suitable land. On the Pacific Islands neolithic societies today attain a density of 30 or more persons to the square mile. In pre-Columbian North America, however, where the land is not obviously restricted by surrounding seas, the maximum density recorded is just under 2 to the square mile.

Neolithic farmers could of course, and certainly did, live together in permanent villages, though, owing to the extravagant rural economy generally practised, unless the crops were watered by irrigation, the villages had to be shifted at least every twenty years. But on the whole the growth of population was not reflected so much in the enlargement of the settlement unit as in a multiplication of settlements. In ethnography neolithic villages can boast only a few hundred inhabitants (a couple of "pueblos" in New Mexico house over a thousand, but perhaps they cannot be regarded as neolithic). In prehistoric Europe the largest neolithic village yet known, Barkaer in Jutland, comprised 52 small, one roomed dwellings, but 16 to 30 houses was a more normal figure; so the average local group in neolithic times would average 200 to 400 members.

These low figures are of course the result of technical limitations. In the absence of wheeled vehicles and roads for the transport of bulky crops men had to live within easy walking distance of their cultivations. At the same time the normal rural economy of the Neolithic Age, what is now termed slash-and burnt or humming, condemns much more than half the arable land to lie fallow so that large areas were required. As soon as the population of a settlement rose above the numbers that could be supported from the accessible land, the excess had to hive off and found a new settlement.

The Neolithic Revolution had other consequences beside increasing the population, and their exploitation might in the end help to provide for the surplus increase. The new economy allowed, and indeed required, the farmer to produce every year more food than was needed to keep him and his family alive. In other words it made possible the regular production of a social surplus. Owing to the low efficiency of neolithic technique, the surplus produced was insignificant at first, but it could be increased till it demanded a reorganization of society.

Now in any Stone Age society, Palaeolithic or Neolithic, savage or barbarian, everybody can at least in theory make at home the few indispensable tools, the modest cloths and the simple ornaments everyone requires. But every member of the local community, not disqualified by age, must contribute actively to the communal food supply by personally collecting, hunting, fishing, gardening or herding. As long as this holds good, there can be no full-time specialists, no persons nor class of persons who depend for their livelihood on food produced by others and secured in exchange for material or immaterial goods or services.

We find indeed to day among Stone Age barbarians and even savages expert craftsmen (for instance flint-knappers among the Ona of Tierra del Fuego), men who claim to be experts in magic, and even chiefs. In Palaeolithic Europe too there is some evidence for magicians and indications of chieftainship in pre-neolithic times. But on closer observation we discover that today these experts are not full-time specialists. The Ona flintworker must spend most of his time hunting; he only adds to his diet and his prestige by making arrowheads for clients who reward him with presents. Similarly a pre-Columbian chief, though entitled to customary gifts and services from his followers, must still personally lead hunting and fishing expeditions and indeed could only maintain his authority by his industry and prowess in these pursuits. The same holds good of barbarian societies that are still in the neolithic stage, like the Polynesians where industry in gardening takes the place of prowess in hunting. The reason is that there simply will not be enough food to go round unless every member of the group contributes to the supply. The social surplus is not big enough to feed idle mouths.

Social division of labour, save those rudiments imposed by age and sex, is thus impossible. On the contrary community of employment, the common absorption in obtaining food by similar devices guarantees a certain solidarity to the group. For co-operation is essential to secure food and shelter and for defence against foes, human and subhuman. This identity of economic interests and pursuits is echoed and magnified by identity of language, custom and belief; rigid conformity is enforced as effectively as industry in the common quest for food. But conformity and industrious co-operation need no State organization to maintain them. The local group usually consists either of a single clan (persons who believe themselves descended from a common ancestor or who have earned a mystical claim to such descent by ceremonial adoption) or a group of clans related by habitual intermarriage. And the sentiment of kinship is reinforced or supplemented by common rites focused on some ancestral altar or sacred place. Archaeology can provide no evidence for kinship organization, but altars occupied the central place in preliterate villages in Mesopotamia, and the long barrow, a collective tomb that overlooks the presumed site of most neolithic villages in Britain, may well have been also the ancestral altar on which converged the emotions and ceremonial activities of the villagers below. However, the solidarity thus idealized and concretely symbolized, is really based on the same principles as that of a pack of wolves or a herd of sheep; Durkheim has called it "mechanical."

Now among some advanced barbarians (for instance tattooers or wood-carvers among the Maori) still technologically neolithic we find expert craftsmen tending towards the status of full-time professionals, but only at the cost of breaking away from the local community. If no single village can produce a surplus large enough to feed a full-time specialist all the year round, each should produce enough to keep him a week or so. By going round from village to village an expert might thus live entirely from his craft. Such itinerants will lose their membership of the sedentary kinship group. They may in the end form an analogous organization of their own -- a craft clan, which, if it remain hereditary, may become a caste, or, if it recruit its members mainly by adoption (apprenticeship throughout Antiquity and the Middle Age was just temporary adoption), may turn into a guild. But such specialists, by emancipation from kinship ties, have also forfeited the protection of the kinship organization which alone under barbarism, guaranteed to its members security of person and property. Society must be reorganized to accommodate and protect them.

In pre-history specialization of labour presumably began with similar itinerant experts. Archaeological proof is hardly to be expected, but in ethnography metal-workers are nearly always full time specialists. And in Europe at the beginning of the Bronze Age metal seems to have been worked and purveyed by perambulating smiths who seem to have functioned like tinkers and other itinerants of much more recent times. Though there is no such positive evidence, the same probably happened in Asia at the beginning of metallurgy. There must of course have been in addition other specialist craftsmen whom, as the Polynesian example warns us, archaeologists could not recognize because they worked in perishable materials. One result of the Urban Revolution will be to rescue such specialists from nomadism and to guarantee them security in a new social organization.

About 5,000 years ago irrigation cultivation (combined with stock-breeding and fishing) in the valleys of the Nile, the Tigris Euphrates and the Indus had begun to yield a social surplus, large enough to support a number of resident specialists who were themselves released from food-production. Water transport, supplemented in Mesopotamia and the Indus valley by wheeled vehicles and even in Egypt by pack animals, made it easy to gather food stuffs at a few centres. At the same time dependence on river water for the irrigation of the crops restricted the cultivable areas while the necessity of canalizing the waters and protecting habitations against annual floods encouraged the aggregation of population. Thus arose the first cities -- units of settlement ten times as great as any known neolithic village. It can be argued that all cities in the old world are offshoots of those of Egypt, Mesopotamia and the Indus basin. So the latter need not be taken into account if a minimum definition of civilization is to be inferred from a comparison of its independent manifestations.

But some three millennia later cities arose in Central America, and it is impossible to prove that the Mayas owed anything directly to the urban civilizations of the Old World. Their achievements must therefore be taken into account in our comparison, and their inclusion seriously complicates the task of defining the essential preconditions for the Urban Revolution. In the Old World the rural economy which yielded the surplus was based on the cultivation of cereals combined with stock-breeding. But this economy had been made more efficient as a result of the adoption of irrigation (allowing cultivation without prolonged fallow periods) and of important inventions and discoveries -- metallurgy, the plough, the sailing boat and the wheel. None of these devices was known to the Mayas; they bred no animals for milk or meat; though they cultivated the cereal maize, they used the same sort of slash-and-burn method as neolithic farmers in prehistoric Europe or in the Pacific Islands today. Hence the minimum definition of a city, the greatest factor common to the Old World and the New will be substantially reduced and impoverished by the inclusion of the Maya. Nevertheless ten rather abstract criteria, all deducible from archaeological data, serve to distinguish even the earliest cities from any older or contemporary village.

In point of size the first cities must have been more extensive and more densely populated than any previous settlements, although considerably smaller than many villages today. It is indeed only in Mesopotamia and India that the first urban populations can be estimated with any confidence or precision. There excavation has been sufficiently extensive and intensive to reveal both the total area and the density of building in sample quarters and in both respects has disclosed significant agreement with the less-industrialized Oriental cities today. The population of Sumerian cities, thus calculated, ranged between 7,000 and 20,000; Harappa and Mohenjo-daro in the Indus valley must have approximated to the higher figure. We can only infer that Egyptian and Maya cities were of comparable magnitude from the scale of public works, presumably executed by urban populations.

In composition and function the urban population already differed from that of any village. Very likely indeed most citizens were still also peasants, harvesting the lands and waters adjacent to the city. But all cities must have accommodated in addition classes who did not themselves procure their own food by agriculture, stock-breeding, fishing or collecting -- full-time specialist craftsmen, transport workers, merchants, officials and priests. All these were of course supported by the surplus produced by the peasants living in the city and in dependent villages, but they did not secure their share directly by exchanging their products or services for grains or fish with individual peasants.

Each primary producer paid over the tiny surplus he could wring from the soil with his still very limited technical equipment as tithe or tax to an imaginary deity or a divine king who thus concentrated the surplus. Without this concentration, owing to the low productivity of the rural economy, no effective capital would have been available.

Truly monumental public buildings not only distinguish each known city from any village but also symbolize the concentration of the social surplus. Every Sumerian city was from the first dominated by one or more stately temples, centrally situated on a brick platform raised above the surrounding dwellings and usually connected with an artificial mountain, the staged tower or ziggurat. But attached to the temples, were workshops and magazines, and an important appurtenance of each principal temple was a great granary. Harappa, in the Indus basin, was dominated by an artificial citadel, girt with a massive rampart of kiln-baked bricks, containing presumably a palace and immediately overlooking an enormous granary and the barracks of artisans. No early temples nor palaces have been excavated in Egypt, but the whole Nile valley was dominated by the gigantic tombs of the divine pharaohs while royal granaries are attested from the literary record. Finally the Maya cities are known almost exclusively from the temples and pyramids of sculptured stone round which they grew up.

Hence in Sumer the social surplus was first effectively concentrated in the hands of a god and stored in his granary. That was probably true in Central America while in Egypt the pharaoh (king) was himself a god. But of course the imaginary deities were served by quite real priests who, besides celebrating elaborate and often sanguinary rites in their honour, administered their divine masters' earthly estates. In Sumer indeed the god very soon, if not even before the revolution, shared his wealth and power with a mortal viceregent, the "City-King," who acted as civil ruler and leader in war. The divine pharaoh was naturally assisted by a whole hierarchy of officials.

All those not engaged in food-production were of course supported in the first instance by the surplus accumulated in temple or royal granaries and were thus dependent on temple or court. But naturally priests, civil and military leaders and officials absorbed a major share of the concentrated surplus and thus formed a "ruling class." Unlike a Palaeolithic magician or a neolithic chief, they were, as an Egyptian scribe actually put it, "exempt from all manual tasks." On the other hand, the lower classes were not only guaranteed peace and security, but were relieved from intellectual tasks which many find more irksome than any physical labour. Besides reassuring the masses that the sun was going to rise next day and the river would flood again next year (people who have not five thousand years of recorded experience of natural uniformities behind them are really worried about such matters!), the ruling classes did confer substantial benefits upon their subjects in the way of planning and organization.

They were in fact compelled to invent systems of recording and exact, but practically useful, sciences. The mere administration of the vast revenues of a Sumerian temple or an Egyptian pharaoh by a perpetual corporation of priests or officials obliged its members to devise conventional methods of recording that should be intelligible to all their colleagues and successors, that is, to invent systems of writing and numeral notation. Writing is thus a significant, as well as a convenient, mark of civilization. But while writing is a trait common to Egypt, Mesopotamia, the Indus valley and Central America, the characters themselves were different in each region and so were the normal writing materials -- papyrus in Egypt, clay in Mesopotamia. The engraved seals or stelae that provide the sole extant evidence for early Indus and Maya writing, no more represent the normal vehicles for the scripts than do the comparable documents from Egypt and Sumer.

The invention of writing -- or shall we say the inventions of scripts -- enabled the leisured clerks to proceed to the elaboration of exact and predictive sciences -- arithmetic, geometry and astronomy. Obviously beneficial and explicitly attested by the Egyptian and Maya documents was the correct determination of the tropic year and the creation of a calendar. For it enabled the rulers to regulate successfully the cycle of agricultural operations. But once more the Egyptian, Maya and Babylonian calendars were as different as any systems based on a single natural unit could be. Calendrical and mathematical sciences are common features of the earliest civilizations and they too are corollaries of the archaeologists' criterion, writing.

Other specialists, supported by the concentrated social surplus, gave a new direction to artistic expression. Savages even in Palaeolithic times had tried, sometimes with astonishing success, to depict animals and even men as they saw them -- concretely and naturalistically. Neolithic peasants never did that; they hardly ever tried to represent natural objects, but preferred to symbolize them by abstract geometrical patterns which at most may suggest by a few traits a fantastical man or beast or plant. But Egyptian, Sumerian, Indus and Maya artist-craftsmen -- full-time sculptors, painters, or seal-engravers -- began once more to carve, model or draw likenesses of persons or things, but no longer with the naïve naturalism of the hunter, but according to conceptualized and sophisticated styles which differ in each of the four urban centres.

A further part of the concentrated social surplus was used to pay for the importation of raw materials, needed for industry or cult and not available locally. Regular "foreign" trade over quite long distances was a feature of all early civilizations and, though common enough among barbarians later, is not certainly attested in the Old World before 3,000 B.C. nor in the New before the Maya "empire." Thereafter regular trade extended from Egypt at least as far as Byblos on the Syrian coast while Mesopotamia was related by commerce with the Indus valley. While the objects of international trade were at first mainly 'luxuries," they already included industrial materials, in the Old World notably metal the place of which in the New was perhaps taken by obsidian. To this extent the first cities were dependent for vital materials on long distance trade as no neolithic village ever was.

So in the city, specialist craftsmen were both provided with raw materials needed for the employment of their skill and also guaranteed security in a State organization based now on residence rather than kinship. Itinerancy was no longer obligatory. The city was a community to which a craftsman could belong politically as well as economically.

Yet in return for security they became dependent on temple or court and were relegated to the lower classes. The peasant masses gained even less material advantages; in Egypt for instance metal did not replace the old stone and wood tools for agricultural work. Yet, however imperfectly, even the earliest urban communities must have been held together by a sort of solidarity missing from any neolithic village. Peasants, craftsmen, priests and rulers form a community, not only by reason of identity of language and belief, but also because each performs mutually complementary functions, needed for the well-being (as redefined under civilization) of the whole. In fact the earliest cities illustrate a first approximation to an organic solidarity based upon a functional complementarity and interdependence between all its members such as subsist between the constituent cells of an organism. Of course this was only a very distant approximation. However necessary the concentration of the surplus really was with the existing forces of production, there seemed a glaring conflict on economic interests between the tiny ruling class, who annexed the bulk of the social surplus, and the vast majority who were left with a bare subsistence and effectively excluded from the spiritual benefits of civilization. So solidarity had still to be maintained by the ideological devices appropriate to the mechanical solidarity of barbarism as expressed in the pre-eminence of the temple or the sepulchral altar, and now supplemented by the force of the new State organization. There could be no room for skeptics or sectaries in the oldest cities.

These ten traits exhaust the factors common to the oldest cities that archaeology, at best helped out with fragmentary and often ambiguous written sources, can detect. No specific elements of town planning for example can be proved characteristic of all such cities; for on the one hand the Egyptian and Maya cities have not yet been excavated; on the other neolithic villages were often walled, an elaborate system of sewers drained the Orcadian hamlet of Skara Brae; two-storied houses were built in pre-Columbian pueblos, and so on.

The common factors are quite abstract. Concretely Egyptian, Sumerian, Indus and Maya civilizations were as different as the plans of their temples, the signs of their scripts and their artistic conventions. In view of this divergence and because there is so far no evidence for a temporal priority of one Old World centre (for instance, Egypt) over the rest nor yet for contact between Central America and any other urban centre, the four revolutions just considered may be regarded as mutually independent. On the contrary, all later civilizations in the Old World may in a sense be regarded as lineal descendants of those of Egypt, Mesopotamia or the Indus.

But this was not a case of like producing like. The maritime civilizations of Bronze Age Crete or classical Greece for example, to say nothing of our own, differ more from their reputed ancestors than these did among themselves. But the urban revolutions that gave them birth did not start from scratch. They could and probably did draw upon the capital accumulated in the three allegedly primary centres. That is most obvious in the case of cultural capital. Even today we use the Egyptians' calendar and the Sumerians' divisions of the day and the hour. Our European ancestors did not have to invent for themselves these divisions of time nor repeat the observations on which they are based; they took over -- and very slightly improved systems elaborated 5,000 years ago! But the same is in a sense true of material capital as well. The Egyptians, the Sumerians and the Indus people had accumulated vast reserves of surplus food. At the same time they had to import from abroad necessary raw materials like metals and building timber as well as "luxuries." Communities controlling these natural resources could in exchange claim a slice of the urban surplus. They could use it as capital to support full-time specialists -craftsmen or rulers -- until the laters' achievement in technique and organization had so enriched barbarian economies that they too could produce a substantial surplus in their turn.